El deporte ofrece cientos de oportunidades que permiten expresar lo que se siente. En poco espacio de tiempo convergen alegrías, tristezas, sentimientos, emociones, todo aquello que atrae y llena las gradas de aficionados dispuestos a vivir con intensidad lo que suceda. Ries, lloras, piensas, reflexionas…
Este domingo, a la misma hora, una parte del mundo seguía con entusiasmo el último partido del campeonato del mundo de rugby con Nueva Zelanda y Francia como protagonistas de la final. Paralelamente, en el circuito de Malasia un piloto perdía la vida cuando la carrera había comenzado pocos minutos antes.
La felicidad de los all blacks por su triunfo coincidía con el dolor de la muerte del italiano Simoncelli. Del entusiasmo ruidoso de los seguidores de unos, al silencio sepulcral de los otros. En el tiempo de los medios audiovisuales simplemente con un mero "click" en el mando de un televisor puedes situarte en cualquiera de los escenarios y elegir.
Obviamente, las imágenes del circuito eran duras e impactantes. Nunca se disfruta con un accidente, ni mucho menos con la muerte de un chico de veinticuatro años que en la flor de la vida puso fin a la misma allí donde se sentía paradójicamente más seguro y feliz. Montado sobre una moto, Marco no pudo completar siquiera la segunda vuelta en Sepang. El destino dispone las cosas y cuando todos los italianos pensaban que Rossi ya tenía heredero universal, Simoncelli es atropellado por Edwards y por él, su gran amigo.
Con él se va un estilo de pilotaje, un hombre competitivo, un polemista en sus declaraciones, una esperanza en su deporte.