elbeaterio.es

Un lingotazo de quitapenas

Debe ser cuestión de la edad porque a veces trato de encontrar respuestas a las preguntas que de repente hago sobre las cosas de la vida. Busco el origen, el punto de partida de gustos y costumbres. Hay cosas que tengo claras y otras que se han perdido en el limbo de los olvidos. Por ejemplo, recuerdo que jamás había comido espárragos hasta que cumplidos los dieciocho un profesor querido, religioso de La Salle, iba a realizar la profesión de los votos perpetuos en una ceremonia que se celebraba en San Asensio.

Nos fuimos unos cuantos exalumnos a compartir aquel momento de compromiso para él. Al concluir, nos llevó a las bodegas del convento y aparecieron unos platos de jamón, otros de espárragos de la tierra y una cántara de vino. Me tiré al jamón como un poseso. Hasta que se dieron cuenta que a los espárragos no les miraba ni de reojo. Tuve que probarlos. Al meter el primero en la boca sentí repelús así que tiré de pan inmediatamente como hacen los niños cuando algo no les gusta. Pasó el mal trago.

Como todos miraban y comprobaron la operación me animaron a que lo intentara por segunda vez, mientras los ojos se iban al jamón con insistencia. A trancas y barrancas, pasó el siguiente y creo que más tarde un tercero. Suficiente. Como para todo existe siempre una primera vez, aquel día se convirtió en el de la cata de ese producto tan cotizado. Pasadas las décadas puedo confesar sin sonrojo que hoy soy un adicto y que me pierdo más de una y más de dos por los pueblos de Navarra y Rioja buscando esos gordos, que se deshacen como si fueran mantequilla, porque siento pasión por ellos.

La afición al vino dulce viene de antes. Como nos tocaba hacer de monaguillos muchas veces, accedíamos a la sacristía antes y después de misa y en cuanto se descuidaban el cura y el sacristán, zas!.  Como siempre éramos dos, le pegábamos un tiento a la botella hasta que nos descubrieron. El ritmo al que se vaciaban los vidrios no era normal y levantó sospechas, máxime si tenemos en cuenta que sólo se celebraba una misa diaria en aquella capilla y que el consumo parecía de catedral.  Un doble candado acabó con el chollo.

Años más tarde, en Málaga, nos llevaron a visitar unas bodegas de quitapenas, un vino, especie de moscatel, dulzón, que ponía las pilas y generaba un sofoco monumental. Un subidón en toda regla que se reflejaba en los pómulos en plan arpegi gorria. Luego, he probado unas variantes más o menos similares, como por ejemplo un vino de Toro que descubrí gracias a un futbolista que jugaba en Zamora.

Cuento todo esto, porque ayer fui al fútbol en plan supporter compartiendo grada con la gente de a pie. Preparé en casa un bocadillo traineril, muy lejano a la fruslería y cercano a la opulencia. Envuelto en papel de plata pasó el fielato de la puerta. Compré un botellín de agua aunque llevaba en el bolsillo una pequeña petaca, también regalo de otro futbolista, con carga dulzona de moscatel de Olite.

No es que me dé por pimplar, pero te aseguro que ante un partido de copa contra un equipo de entidad menor, no cabe otra cosa que estar prevenido por si vienen mal dadas. ¡Llevamos tanta carga en la mochila!. Como había cambiado el viento de sur a norte, y como no veníamos de Algeciras con los deberes hechos, dije: “Iñaki, con las que llevas acumuladas, no hagas el minga”. Respondí  a las llamadas de conciencia, por si acaso me aquejaba otro sobresalto.

Los vecinos de localidad comentaron por bajines el tamaño de la pieza que sujetaban mis manos. Creo que alguien me robó una foto en el momento en que decidí quitar el envoltorio. Esperé hasta el gol de Javi Ros (me alegro mucho por él) cuya jugada serenó el nervioso y ventoso ambiente. Estaba dando bocados sin tregua cuando casi me atraganto con el remate al palo de los algecireños poco antes del descanso.  Estaba claro que los andaluces no habían venido a ver la isla, sino a aprovecharse del inerme juego de su oponente hasta que el árbitro les mandó al vestuario para descansar.

Para cuando volvió a reanudarse el encuentro, el bocata era historia y a la petaca le había dado un sorbo porque sentía cierto destemple, un poco por el tiempo y otro poco por el canguelo. Por momentos se aparecían los viejos fantasmas. Ya en el segundo tiempo Seferovic tuvo la mejor pero se le fue y aprovechó la siguiente que pareció fuera de juego. En medio del batiburrillo, Jagoba, que no quería sustos, sacó la artillería con munición y empezó a tirar cañonazos a todo lo que se movía. Griezmann y Vela apagaban cualquier rescoldo en la hoguera y daban holgura al marcador al tiempo que se vaciaba mi pequeña licorera.

 

 

Iñaki de Mujika