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La posada de los Tintes

Quedamos a comer a las tres y diez de la tarde. Esta vez no podía perderme como el día anterior, así que un buen rato antes de la hora prevista recorrí el camino, abrigado hasta las entretelas y con los termómetros en huelga de brazos caídos. Ni por un momento se animaron a darle un poco de calor a la mañana. En medio del paseo necesitaba un baño. Iba por la acera del monasterio de la Concepción Francisca cuando en frente un letrero rezaba “El Cortijo”, justo en la conquense Puerta de Valencia.

Llevaba ya puestos unos cuantos cafés en una ciudad en la que no conseguí tomarme uno bueno. Así que pese a la rasca pedí un botellín de cerveza. El camarero que atendía acompañó la bebida con una cazuelita de barro con unos garbanzos y espinacas que entraron maravillosamente. Recompuesto, reanudé el camino mientras miraba al reloj. No me gusta llegar tarde. Quedaba tiempo. Desanduve parte del camino por el paseo de las Torrres y como vi que entraba gente en un mesón que respondía por “Darling” decidí atravesar el umbral de la puerta. Ya dentro, unas meses cerca de la pequeña barra en la que gentes de edad hablaban del campo. Debían ser agricultores.

Comprobé que la gente tomaba vino. Era uno más entre quienes degustaban un crianza. Esta vez en un plato venían dos tapas. Un rebozado de pescado y otra base de pan que sujetaba un pedazo de lomo sobre una rodaja de tomate y bajo una cebolla confitada. ¡Para adentro!. Llegaban luego personas que pasaban al comedor de reservas y que iban a ir más allá del menú del día. Como nosotros, porque tras dar una vuelta por el parque de San Julián, llevé el paso hacia el lugar convenido junto al río Huecar en cutas cristalinas aguas merodeaban un par de patos.

 

Nos esperaba la Posada de los Tintes. Sin reserva. Había sitio y nos ubicaron en una mesa amplia, hecho que agradecí. Nos trajeron las cartas pitando y antes de que las abriéramos nos recomendaron el menú degustación. De primero sacan unos cuantos platos que ya están elegidos y el segundo corre por nuestra cuenta. Decidimos que haya agua y vino, un tintorro rico.

Es posible que me olvide de algún entrante. Más o menos nos movimos entre una ensalada de lechuga y tomate con fondo de caramelo y garrapiñada, foie con mermelada de fresa y tostas, lacón con queso  manchego, gambas frescas a la plancha y un ajoarriero que me recordó mucho al atascaburras de Chinchilla. Pedí de segundo unas chuletillas de cordero que sabían a gloria, en tanto que Marcos se metía para adentro una lubina a la espalda. Tarta de queso con arándanos y tarta de manzana antes de los cafés. No llegamos a sesenta euros los dos.

Contado así no es de extrañar que el comedor se llene muchos días con personas de Cuenca y por forasteros que a la salida, mirando al frente, disfrutan del paisaje de la zona monumental de la ciudad, pero no se te ocurra subir andando porque las cuestas se las traen y después de comer, ni te cuento.

Aunque parezca mentira, después del atracón referido, esa misma noche dio tiempo para cenar, o picotear muy cerca de la calle peatonal más céntrica, Carretería, en donde probé por primera vez en mi vida “morteruelo” que me empeñé en llamar “Mortirolo” quizás por la influencia del buen ciclista que me enseñaba la ciudad y sus alrededores. En torno a ese plato conocí a Cecilia, Roberto, David…gente encantadora que estudia y trabaja para poder sacar adelante sus proyectos entre ellos un viaje de estudios a Punta Cana. ¡Cómo cambian los tiempos!.

Iñaki de Mujika