A los que no habéis cumplido cincuenta años lo que os cuento ahora deberá de sonaros a chino. Me da igual cantonés o mandarín, pero chino seguro. Estudiábamos entonces segundo de bachillerato (12 años). En un colegio de religiosos, todo chicos. En aquel tiempo no existían ni la coeducación, ni las ikastolas, ni los institutos. Frailes y monjas, en la gran mayoría. Entonces las asignaturas que nos impartían eran Religión, Francés, Lengua y Literatura Española, Geografía Universal, Matemáticas, los jueves dibujo y, en algún momento del camino, Gimnasia y Formación del Espíritu Nacional (FEN). De las cinco primeras había clase todos los días, del mismo modo que se rezaba rosario al final de la jornada y se concluía con la letanía, en latín y con el ora pro nobis. A las horas en punto, el delegado de clase, comentaba en alta voz “Acordémonos que estamos en la santa presencia de Dios”. Los jueves, además acudíamos a ensayos de canto para la misa dominical de la capilla colegial. Había que ir por obligación y se pasaba lista. A las ocho y media de la mañana, para que os situéis.
Era el tiempo en que los niños íbamos solos al colegio y volvíamos a casa del mismo modo, sin padres ni madres que nos acompañaran. Lo mismo que los pupitres con tapa, los tinteros de porcelana, los cuadernos de caligrafía y las notas semanales. Las evaluaciones se inventaron más tarde.
Como aún no había llegado el Vaticano II, los conventos y colegios contaban con comunidades amplias, llenas de vocaciones, sin apenas seglares. Había un director, un subdirector y el resto eran religiosos envueltos en sotanas, hábitos y manteos. Se celebraban los santos patronos, las procesiones, el mes de la virgen y lo que fuera menester. Sin embargo, había un día trascendental. Se anunciaba de víspera la visita del padre provincial al centro.
No sé el porqué, pero nos peinábamos como los domingos, colonia incluida, y nos presentábamos más serios que otra cosa. Se notaba el nerviosismo hasta que asomaba por la puerta el visitador con todo el ringorrango a su espalda. Saltábamos como un resorte. De pie y con voz angelical decíamos a coro: “Ave María Purísima” y el provincial sonreía y contestaba “Sin pecado concebida”, mientras hacía un gesto con su mano izquierda para que nos sentásemos. Nos decía unas palabras antes de coger la lista de alumnos y decidirse por uno. En ese momento te temblaban hasta las gafas. Cuando no eras el elegido, respirabas. Al chico en cuestión le hacían tres preguntas. Una de religión, otra de matemáticas y otra de lengua. Normalmente fáciles. Al demostrar el nivel de la clase y la buena preparación, todos pasábamos en fila a darle la mano y a recibir una bolita de anís y un regaliz duro de una fábrica aragonesa.
Después de ganar al Alavés y de desbocarnos en Skopje, llegaba el padre provincial de visita, para preguntarnos, y comprobar, si habíamos aprendido bien la lección o se nos había olvidado. Aquí no había cuestiones matemáticas, marianas o lingüísticas, sino defensa y ataque. Dos partidos seguidos con la puerta a cero y la necesidad de enlazar un tercero que reforzase la idea de construir juego y equipos desde atrás. El Espanyol no vino con el capisayo puesto sino con unas ganas locas de ganarnos y aprovechar descuidos y despistes. Por si pensábamos en Babia o seguíamos relamiéndonos con el partido macedonio. Sucedió lo que no deseábamos, porque los catalanes aprovecharon una torrija colectiva para adelantarse y ponerlo todo mucho más complicado y difícil. El buen trabajo colectivo maniató a la Real y el primer tiempo dio la sensación de no estar en la cancha compitiendo de verdad.
Eso cambió claramente desde el descanso y, sobre todo desde los cambios. En la lista que le dieron al visitador venían dos nombres. Januzaj recitó la lección con maestría infinita, lo mismo que Oyarzabal, alumnos aventajados en la noche de ayer. El fútbol y el remate merecieron otro premio, pero del mismo modo que los realistas crecían, el árbitro decrecía de modo alarmante. ¿Cómo es posible pitar tan mal? Consiguió alborotar al respetable y desquiciar a un equipo que mereció ganar.
Como siguen viniendo partidos a pares, no queda otra que recomponerse y afrontarlos, a la espera de que venga alguien que nos regale las bolitas de anís y el regaliz. Ayer, el colegiado andaluz nos trajo pepino amargo.