Estos días pasados cogí el coche para adentrarme en las tierras que se ubican entre dos grandes ríos, caudalosos y fríos: El Duero y el Ebro. No vi el sol, porque las densas nieblas lo impedían, lo mismo que la crecida de los grados del mercurio que apenas subían unos grados por encima del cuatro. Como viajo con calma, paro cien veces y circulo sin ninguna prisa, dispongo de tiempo y oportunidad para fijarme en las cosas que llaman la atención.
Eran las dos y poco de la tarde cuando, de repente, en un aclarado del cielo apareció un pedazo de luna, pequeño, en cuarto creciente. No era fácil distinguirla porque el éter apenas ofrecía contrastes. Apagué la emisora musical que me acompañaba y pregunté: ¿Qué hace la luna por aquí a estas horas? Si lo suyo es salir de noche, para iluminar los caminos y las grandes juergas. ¿Perdida?
Inexorablemente, recordé el partido de A Coruña. No sé si en Riazor se vio la luna pero que estábamos, como ella, perdidos era indiscutible. Mientras el trepidante que conduzco devoraba kilómetros, pensé en otra luna, la de Valencia. Llegaban los de Mestalla a Anoeta y traté de hilvanar conceptos. ¿Por qué se dirá quedarse a la luna de Valencia? Busqué en los textos y encontré una versión no sé si muy veraz. Cuenta una leyenda que cuando en aquella población se cerraban las puertas de la muralla a una hora concreta, quienes no hubieran pasado antes no entraban y se quedaban fuera a dormir en la calle, a la luz de la luna.
Volví a pensar en Riazor con la sensación de que nos quedamos fuera del partido a las menos cuarto y que cuando pretendimos entrar a la reyerta ya era demasiado tarde. Da la sensación de que cada vez que se habla de Europa y sacamos los pies de as alforjas, nos entra un sarampión. ¿Las razones? Sinceramente, se me escapan. Esperaba un fiasco de un momento a otro, porque este equipo nos acostumbra a los zarpazos, a los zascas y a los sorpasos. Cuando menos te lo esperas, zapatiesta. Y nadie se lo explica. Que si faltaba Zurutuza, que si debiera haber alineado a Zubeldia, que si Granero, que si la Tongolele.
De estas hemos vivido unas cuantas en el camino. A veces los fracasos se relacionan con el exceso de confianza, con creernos más de lo que somos y perder las señas de identidad. Para recibir al Valencia había que recuperarlas de inmediato, volver al buen camino y no perder el norte, máxime después de las declaraciones de Prandelli, que les dijo a los suyos de todo menos guapos: “El que no sienta la camiseta que se vaya”.
Ciertamente, el panorama a las orillas del Turia es poco halagador y cuando ves ese paisaje a tu alrededor, te aferras al tuyo como la mejor tabla de salvación posible. Así que, a la vista del estado de la cuestión, nos encontramos con un duelo de necesitados, a las cuatro y cuarto de la tarde, con el puñetero viento sur y con las ganas de que el equipo realista volviera a encontrar las encantadoras constantes vitales de los últimos encuentros ante su gente que, en los previos, no olvidó a Aitor, un recuerdo imperecedero.
La convocatoria de Eusebio devolvió la tranquilidad porque no faltaba ninguno de los habituales, aunque en algún caso algunos entraron a última hora, cogiditos con alfileres de los que pinchan. Eso le permitió volver a alinear al equipo médico habitual. Con los once de casi siempre se puso con dos goles de ventaja antes de la media hora, después de que los valencianistas buscaran la luna en el cielo donostiarra en sendas jugadas de saque de esquina que Willian José aprovechó.
La Real, sin brillar, controlaba la situación, el dominio del balón y los tempos del partido. Prandelli mandó a la ducha a Fede Cartabia para poner un peaje a la autopista de Yuri, un cuchillo en la estructura defensiva de los visitantes. Al poco de incorporar al vigués Santi Mina al juego, Iñigo Martínez sacó la barredora y se llevó por delante balón y jugador. Penalti que Parejo aprovechó para devolver la ilusión a la plantilla naranja y la incertidumbre a la txuri-urdin.
Los partidos que no son brillantes hay que saber ganarlos. El Valencia dispone de una enorme plantilla, pese a que roce los puestos de descenso. La Real, también. Necesitaba aparcar la derrota de Riazor y ganar con solvencia. Carlos Vela fabricó una falta máxima que no subió al marcador porque el mexicano no acertó a superar a Diego Alves. Lo que debía ser una sentencia se convirtió en más tensión y desasosiego.
Cerca del pitido final, la contra del propio Vela, el centro con el exterior de su pierna buena y la llegada con remate formidable de Juanmi llevaban aire fresco a la grada. La felicidad no fue completa porque aún los realistas buscaron la luna en el cielo donostiarra para que Bakkali cerrara la cuenta. Antes, la quinta y dicharachera tarjeta amarilla de Zurutuza para que se recupere, descanse y llegue entero a la cuesta de enero que nos espera.