acostumbro a repasar después de cada partido toda la prensa posible, las páginas de Internet y las redes sociales. Busco, por lo general, cosas que llaman la atención, preferentemente fotografías, que permiten descubrir imágenes inéditas, mensajes no contados, o detalles que se relacionan con sentimientos y expresiones externas de lo que va por dentro. Os aseguro que es un ejercicio relajante y curioso.
Tras el partido de Valencia seguí los pases habituales. Nada extraordinario hasta que descubrí una instantánea emocionante, un abrazo. Como la foto no es nuestra, no puedo ilustrar el texto con la imagen de dos jugadores que se funden en uno. De espaldas, Álvaro Odriozola. De frente, los ojos vidriosos de Mikel Oyarzabal que asoman por encima del hombro derecho del amigo que le da el pase de gol. No hacen falta palabras. El eibarrés necesitaba marcar y quitarse de encima las tensiones acumuladas por no estrenarse antes en el campeonato. Tanta alegría invadió su cuerpo como el de sus compañeros, porque nadie mejor que ellos sabe lo que se siente en cada circunstancia.
Si supiera el nombre del fotógrafo le enviaría una carta de felicitación. Muchas veces los autores de estos trabajos desconocen la realidad de lo que pasa en cada circunstancia. Un retratista en Mestalla seguramente ignora la situación de los jugadores, lo que cada uno lleva en la mochila. Llega, hace su trabajo y se va, sin mirar más allá de la obligación. Cuando un futbolista marca un gol recibe el cariño de los compañeros. Algunos se abrazan de verdad, otros acuden por compromiso al grupo que se forma, dan una palmadita y siguen a lo suyo. Si os fijáis en el modo de celebrarlo descubriréis comportamientos que dejan siempre segundas lecturas por encima de la emoción del momento.
El abrazo de Álvaro con Mikel es un torrente de fortaleza, cariño y sinceridad sin postureo. Dos fusionados en uno solo, sabedores ambos de lo que significaba la jugada. No necesitaban decirse nada, simplemente sentirse. No hace mucho tiempo eran compañeros en el filial. Los dos con la ilusión del que sueña con llegar y consolidarse. Felizmente, hoy viven con intensidad el viejo anhelo y se consolidan como jugadores de primer nivel. Defienden la camiseta que llevan en el corazón y lo ejemplifican con un abrazo cargado de emociones. Me alegro inmensamente por ellos, por los que confiaron en ambos, por los que les ayudaron a progresar, por los que les dieron la alternativa y por quienes estuvieron, y están, cerca de ellos para apuntalarles en los momentos de duda.
Pero la vida sigue, la tierra existe y hay que pisarla. El trajín de los partidos pasa facturas y deja secuelas. Eusebio no pudo contar ante el Granada con dos importantes referentes del equipo. Ni Iñigo, ni Willian José, porque son de carne y hueso y padecen los avatares de un calendario que no se sostiene. Posiblemente, el equipo notó mucho su ausencia, porque son guerreros de adarga y tizona. El técnico se vio obligado a modificar la alineación prevista y contar de salida con Mikel González (partido 300 con esta camiseta) y Juanmi en el equipo titular.
La Real quería sumar nueve puntos en tres partidos en semana de tres. Era una oportunidad de romper con el maleficio o la tradición de capotar en citas de máxima exigencia. El rival se presentaba como una oportunidad, pero estos equipos con la soga al cuello, en descenso, mediodía de viento sur y sofoquina? exceso de confianza, ritmo lento, cambios en la alineación, ausencias y presencias, cosas que juntas en una coctelera ofrecen un producto entre mareante y jaquecoso.
Debe ser por los años de militancia siguiendo al equipo. La experiencia del camino está plagada de partidos como el de ayer. A veces con resultado lamentable y en ocasiones con final feliz. Sucedió ante los andaluces, gracias a un encuentro de Canales con Juanmi. El primero dio un pase de dibujos animados, una cuchara a lo Laudrup que aprovechó el malagueño con su habitual eficacia. Era el gol de la victoria, el de los abrazos permanentes y prolongados tras ochenta minutos en los que el equipo pareció atolondrado, tostao, sin chispa, dejando que las cosas sucedieran.
El primer tiempo, en argot ciclista, fue pestoso, pero encontró al final un gol tranquilizador después de un jugadón de Oyarzabal que Vela no desaprovechó. Quizás sin merecerlo, la Real iba por delante. Los minutos siguientes fueron parecidos a los anteriores, pero se torcieron con el gol del empate nazarí. Una cadena de desencuentros defensivos concluyó con el remate de Adrián Ramos, que llevó la incertidumbre al graderío y repartió caramelos de pánico y terror ante la posibilidad de echar por tierra todo el trabajo de las 34 jornadas precedentes.
Felizmente, llegó el tanto del triunfo, el de los sesenta y un puntos, que mantiene al equipo a la expectativa de los demás. Cuando el árbitro pitó el final, las cámaras de televisión enfocaron a los espectadores y encontramos el abrazo de un padre con su ilusionado hijo. Seguro que hizo la lectura positiva, la que corresponde a la suma de tres puntos que, a estas alturas de la película, es lo único que vale. Jugar, lo que se dice jugar, la Real lo hizo bastante mal, pero la letra de la copla a esta hora encadena versos de alegría, de abrazos que no son pasajeros, que valen para continuar en esa sintonía a la espera del encuentro del viernes a la orillita del Guadalquivir.