El Beaterio de Iñaki de Mujika

¡Se chove, que chova!

Andaba de terrazas una tarde de esta semana, cuando un seguidor de la Real me preguntó qué íbamos a hacer en Vigo. Le respondí que “ni idea”, añadiendo entre ambas palabras una tercera que empieza por “p”. Sinceramente era incapaz de hacerme con una idea real y no virtual de lo que el conjunto podía enseñar sobre el césped de Balaídos. Hasta el momento, en el horizonte, se mezclaban nubes y claros esparcidos en el tiempo, sin que el equipo terminara de elegir el buen camino.

Como además entre el éxito no menor de ganar al Madrid y el encuentro frente a los de Berizzo han transcurrido dos semanas, se dilataba en el tiempo la imagen colectiva de la victoria. El míster avisó y dejó claro que si el equipo volvía a jugar fuera de casa con pamplinas, remilgos y paparruchas teníamos más fiesta que Paquirrín. Y llevábamos ese camino, después de encajar un par de goles y ofrecer una sensación preocupante y paupérrima, sin alma, ni tensión, ni muchas cosas que se exigen.

Sé de sobra que el fútbol es capaz de dar la vuelta a la tortilla como las buenas sartenes en las que no se pega nada al fondo. Cuando estaba todo perdido, salieron Chory e Imanol, que aportaron lo que se necesitaba. Primero un tanto propio, luego otro en propia meta y empate impensable y tal vez injusto por lo desplegado sobre la hierba verde.

Vigo trae recuerdos a muchos de los que leéis esta sección (por cierto, desde hoy patrocinada por un restaurante muy recomendable). Fue allí en donde alcanzamos a tocar con las yemas de los dedos la posibilidad de conquistar un tercer título de liga. En lo personal, muchos más. Se mezclan los deportivos y los otros, porque en el tiempo he acudido tantas veces allí que es imposible no rememorar andanzas.

Jugamos tarde una noche y pernoctamos aquel domingo. Nos fue mal, perdimos con holgura y el entrenador prohibió salir a los jugadores. La prensa no se quedó sin cenar y acudió donde tantas veces nos recibían con los brazos abiertos: Casa Pepe de Juan, en la Bajada de San Roque, que a la vuelta era subida. Íbamos andando al hotel, cuando vemos venir de frente a dos chicos jóvenes que a medida que se acercaban nos parecían futbolistas. No tenían escapatoria, así que nos chocamos.

¡Agur, agur! Nos cruzamos, nos saludamos y punto. Llegamos al hall y allí estaban los directivos, el entrenador y algún otro haciendo guardia para controlar que no salía nadie. Desconocían que la cocina es siempre un hermoso lugar con puertas que franquear sin que nadie se dé cuenta. A la mañana siguiente, desayunábamos a las ocho. Los primeros en llegar, lavados, planchados, uniformados, oliendo a colonia y en perfecto estado de revista fueron ellos dos. ¡Egun on, egun on! Hasta hoy. Nunca jamás dijimos nada porque entonces las relaciones entre jugadores y prensa eran mucho más solidarias que ahora.

Otra de esas visitas se prolongó hasta muy tarde. Era sábado. Salimos a picotear y terminamos en una discoteca llena de trastos por las paredes y techos que recordaban cosas de USA. Estaba petada. Aquel enorme chiringo nos lo recomendó Karpin. A cincuenta metros se formó un botellón monumental y dentro del edificio no dabas un paso sin chocarte con alguien. Nos ubicamos en una esquina de la parte alta. No tardó mucho en llegar un grupo de veteranas de guerra dispuestas al palique.

Los gallegos hablan alto y dentro de un lugar de copas con música a tope mucho más. Había que desgañitarse para entendernos. La que se ubicó a mi izquierda era de Órdenes (Ordes, en gallego) y dijo tener una tía monja en un convento vasco. Entre el trajín de los gin-tonic, el meneillo de las canciones y el cachondeo que montamos nos dieron las tantas. Llega un momento en el que decides cambiar de garito. A menos cuarto, tratamos de salir a la calle con rumbo desconocido? Llovía a cántaros. La que se llamaba Pura (Purita para las amigas) exclamó: “Se chove, que chova”. (Si llueve, que llueva). Una parada de taxis en la puerta facilitó el traslado y que el remojón fuera menor. Al día siguiente, no recuerdo cómo acabó el partido, tuve la sensación en algún momento de ver dos balones. Noches alegres?

Esa ciudad es estupenda. Lo peor, las subidas. Salvo el paseo del mar en donde está el ambiente y la calle del Príncipe, el resto es cuesta para arriba, cuesta para abajo. No te digo más que en medio de la ciudad hay una calle que se llama Rua del Monte Calvario. A estos ciclistas que hoy terminan la Vuelta a España y andan cerca de allí, les montaba una etapa sin salir de la ciudad que se iban a acordar de lo que vale un peine.

Nunca jamás desaproveché un viaje para volverme con una empanada. Bueno, según fueran las noches, a veces dos. Me encantan. Nadie las hace como ellos. Las de bonito, impresionantes. Dejan un regusto formidable, bastante mejor que el partido de anoche a pesar de empatarlo.

Iñaki de Mujika