La primera vez que entrevisté a Imanol Agirretxe fue precisamente en Getafe el día de su debut hace casi diez años. Era un chico tímido que acababa de cumplir dieciocho y no sabía muy bien cómo era el trajín de la prensa, la escrita y la radiada. No era un momento fácil porque el equipo acababa de perder por dos a cero. Le asalté en un pasillo, al aire libre, que llevaba del vestuario al autobús. Se sorprendió un poco por lo inesperado.
Le costaba expresarse. Entre asustado e inseguro contestaba, mientras pedía sin decirlo, que aquel pequeño calvario ante un teléfono móvil concluyera cuanto antes. Una década más tarde, podría dictar una conferencia ante el público. Se expresa con la seguridad del futbolista maduro y curtido en cien batallas. Le acompaña una nada despreciable historia de encuentros disputados y goles marcados.
Refleja como nadie el espíritu del jugador guipuzcoano. Es humilde y defiende la camiseta con la intensidad de quien sirve de ejemplo a las generaciones venideras. El club apostó por él y él apostó por la Real en un perfecto maridaje que dura desde tiempo y que se prolongará hasta que las dos partes quieran. Reconozco mi admiración por la persona y el jugador, porque determinan un estilo y un prototipo, más allá del acierto ante la meta contraria. No fue fácil que se consolidase, porque siempre hubo delanteros de postín. Incluso, fue cedido a Castellón en un ámbito poco favorable a su modo de ser y comportarse.
Recuerdo un verano en Azpeitia, después de un amistoso frente al Lagun. Hablamos un rato sin micrófono de la posible contratación de un delantero. Lejos de venirse abajo y desconfiar, se acostumbró al runrún y tiró para adelante. Cada temporada el club fichó algún competidor, pero casi siempre terminó imponiéndose y apareciendo como titular en las alineaciones. Cree en él y sabe, sin desesperar, esperar su momento.
Ese compromiso con el club no le corresponde sólo a él, sino a muchos de sus compañeros cuya obligación es contagiarlo a los nuevos y a los que proceden de otras latitudes. Rulli, por ejemplo. Las cuatro paradas que firmó en el primer tiempo salvaron al equipo de la derrota y confirmaron que la llamada de Martino a la selección argentina, no es ni por casualidad, ni por enchufe.
Decía Moyes en la última rueda de prensa que no es bueno el baile de técnicos porque a los equipos hay que darles consistencia y tranquilidad. Viene de un país que en lo futbolístico, se comporta de un modo bien diferente al nuestro. El Getafe lleva este curso, por unas u otras razones, tres preparadores y el Córdoba, rival del próximo fin de semana, otros tres, tras la destitución de Djukic en la tarde de ayer.
Los clubes se aferran a lo que sea con tal de no perder la categoría ni la condición. Él mismo aprovecha la oportunidad de entrenar en la Primera División de aquí, porque el consejo realista decidió prescindir de quien le precedió. El baile de entrenadores, tan real como antiguo, se instauró hace tiempo y no tiene visos de que vaya a perder protagonismo.
Todos tratan de hacer mejores a sus equipos y diseñan alineaciones y formas de juego para sacar los partidos adelante, sumar puntos y progresar. La Real llevaba mucho tiempo sin ganar fuera de casa. Por eso, cuando al final del encuentro los jugadores se fundieron en una piña, abrazándose como si hubieran ganado la Champions, dejaban claro que tanto tiempo de espera se había convertido en obsesión.
Descansarán todos, porque ya no deberán hablar en ruedas de prensa sobre este asunto que se ha prolongado tanto en el tiempo. Gracias a la falta, impecablemente lanzada por Granero y muy bien rematada por Iñigo Martínez, los titulares de prensa de este martes hablan por fin de mala racha terminada.
Jugando muy parecido a ocasiones precedentes esta vez sonrió la victoria, aunque como he dicho antes, si no es por el meta argentino, a lo mejor a esta hora hablamos de otra cosa. Lo que importa es ganar, poner tierra de por medio, coger aire y aspirar a algo que no sea competir con la soga al cuello. Lo necesitamos tanto.