Pocos años después de 1960, Coro Mendiondo aceptó la invitación de sus sobrinos para ir al fútbol. Jugaba el Athletic de Bilbao en el viejo Metropolitano de Madrid. No había asistido jamás a un partido en directo, porque su vida había circulado por otros derroteros. Durante la guerra asistió a los heridos del frente y posteriormente entró en un convento para dedicarse a la vida religiosa como monja teresiana y abandonar los hábitos años más tarde.
Eran cuatro hermanas, dos casadas y dos solteras, que habían abandonado el Bocho natal para trasladarse a un chalet de Somosaguas. El negocio familiar lo requería. La fábrica de jabones iba viento en popa y el padre entendió que era mejor el mercado de Madrid para progresar. La mayor de todas se casó con Eduardo Rotaetxe que se puso al frente de la fábrica al jubilarse su suegro.
Del matrimonio nacieron seis hijos, los sobrinos de Coro, una mezcla de bufandas y colores. Rojiblancos del Athletic, dos; rojiblancos del Atleti, otros dos; uno del Madrid y el pequeño, de la Real porque quería ser portero y le gustaba Goikoetxea. ¡Imaginad las broncas familiares! Se pusieron de acuerdo y decidieron acudir todos al viejo campo del Atlético de Madrid ante la visita del conjunto de San Mamés que entonces entrenaba Antonio Barrios y que contaba en sus filas con Iribar, Zorriketa, Arieta, Uriarte, Argoitia y compañía.
La tía Coro fumaba como un carretero, no veía bien de lejos y contagiaba su espíritu divertido en clara diferencia con sus hermanas que por lo general eran bastante sotas. No conocía un solo futbolista. Les tocó subir escaleras y ubicarse frente a la tribuna principal, a la derecha de la grada popular cercana a la calle de la Reina Victoria. Día de San Valentín. Desde el principio se dedicó a animar y animar a los rojiblancos como si le fuera la vida, contagiada por la gente que le rodeaba y ante el despiporre de sus sobrinos.
Llegado el descanso les comentaba que estaba sorprendida de la cantidad de gente de Bilbao que asistía al encuentro y del modo en que animaban. Añadió, incluso, que a los de casa no se les oía. Pedro Mari, el más pequeño de los sobrinos, no pudo más y le confesó la verdad. El Athletic había cambiado sus habituales colores y no era el cuadro rojiblanco sino el otro. Casi les mata, porque quien ganaba era el conjunto colchonero que había marcado tres goles antes de la media hora.
Anoche, Pedro Mari, que ahora es Kepa, acudió al fútbol con sus dos hijos que, como él, son también de la Real y veranean en la vieja casona de los abuelos de Deba. Antes del partido se dieron una vuelta por el hotel del equipo, se hicieron fotos con algunos jugadores y recogieron las entradas, intuyendo que la noche no iba a ser fácil para los realistas porque el rival lo hace bien y porque las ausencias en los guipuzcoanos eran significativas.
Hasta tal punto que Moyes sacó de su manga una alineación inesperada, sin delantero centro habitual, pero con tres hombres en el ancla para dar consistencia al centro del campo y supongo que evitar las rápidas transiciones que tanto gustan a orillas del Manzanares. Los planes a priori deben respetarse, porque son pensados y concebidos para el éxito. El papel lo aguanta todo, pero quien de verdad valida las cosas y pasa la prueba del algodón es sin duda el partido y los noventa minutos de juego.
En este partido de ausencias notables en ambos bandos, podían ser claves otros conceptos: los inicios de cada tiempo y las acciones a pelota parada que tanto determinan juego y resultados. Y digo esto porque todos los planes se fueron abajo antes de diez minutos en dos acciones que no se esperan, pero que deciden. El autogol de Mikel y el remate de Griezmann diseñaron un paisaje nada halagüeño para los intereses guipuzcoanos.
El resto del primer tiempo transcurrió con placidez para un equipo acostumbrado a administrar ventajas y a matar partidos si el contrario se despista y da más facilidades que las cajas de ahorro. Lo mismo sucedió en el segundo. Los locales se dedicaron a administrar esfuerzos y los contrarios a jugar hacia atrás porque hacia la portería contraria pareció misión imposible desde el primer minuto. Oblak detuvo un balón en el primer tiempo y deshizo la mejor opción al final del match cuando la falta lanzada por Granero se colaba por la escuadra.
Suelo decir que estos partidos pertenecen al departamento de paréntesis. Es decir, se abre y se cierra con el contenido dentro. Poco, ciertamente. Estamos muy lejos de ser competitivos y de apretar a estos rivales que parecen de otra galaxia. La familia Rotaetxe abandonó el estadio cabizbaja, pero, eso sí, fiel a los colores, porque esa virtud y ese sentimiento no se pierden.