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Comer en Ferrol un día cualquiera

El tiempo y el progreso, afortunadamente se dan la mano. Esta afirmación se comprueba en Galicia. Las comunicaciones han mejorado notablemente. Llegar hasta allí no es una aventura. Todavía queda margen, sobre todo en las carreteras interiores para que un paseo por aquella tierra sea del todo placentero.

Ferrol no tiene oropeles. Sus astilleros, su puerto, su departamento marino, han hecho de esta población una ciudad con pocos trazos de belleza. Por eso, se esmeran en explotar lo que merece la pena, peatonalizar las calles por las que andar sin prisa, deteniéndote. Me gusta su mercado. Tanto el de la carne, como el del pescado, dos edificios que se miran de frente, retándose por la calidad de sus productos.

Hay aparcamientos suficientes para acceder pronto a cualquier parte. Terminarán pronto la Plaza de España que será uno de los primeros referentes cuando entres en la población. Muy cerca está el centro, la vida, los lugares para la cultura, para el ocio, para el “poteo”. Mucha oferta gastronómica. Nos recomendaron “La Jovita”, en la Rúa do Sol, detrás del enorme Ayuntamiento.

Hicimos caso. Una simple barra de bar, un hombre que nos atiende. “Venimos a comer”. Nos mira y nos contesta “Sólo marisco”. No tuvimos problemas a la hora de flanquear la puerta que accede al comedor. No había nadie. Nosotros y el entorno. Sillas cómodas, cosa que agradezco. A nuestra derecha, la vitrina-bodega, que albergaba los fríos vinos de la tierra. Ya que estoy, les indico que aceptamos la propuesta. Toda la comida fue regada con “Abadía de San Campio”, un albariño 2006 de la bodega “Terras Gauda”, equilibrado en lo ácido y en lo dulce, e intenso en aromas. Muy rico.

La mesa vio pasar camarones, recién cocidos, medio kilo de percebes de buen tamaño y excelente sabor. No podía faltar pulpo. Aceptamos un salpicón de langosta y, antes del postre, unas almejas con kokotxas, deliciosas. Pan gallego. Pedí “Tarta de Santiago”. “De almendra que es mejor”, respondió el mismo hombre que nos recibió y atendía. Se le notaba cada vez más contento, viendo la buena respuesta que dábamos a todo lo que llegaba.

¡Como para decir “no” a la tarta!. Imponente. Café de puchero. Dos vueltas y una botella de orujo para que nos sirviéramos a nuestro gusto. En efecto, salimos bien servidos. Compartido todo lo antedicho, no llegamos a 60 euros por barba. Nos pareció ¡barato! Para lo que estamos acostumbrados. Sin duda, repetiré en cuanto pueda.

Iñaki de Mujika