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¡Ya viene el pájaro, ya viene ya!

Se cumplieron ayer treinta y siete años desde que me licencié en Ceuta de lo que entonces se llamaba "mili" y ahora no sé, porque no la hace nadie. ¡Cómo han cambiado los tiempos y los cromos!.Incluso recuerdo que el Viernes Santo precedente tocó hacer refuerzo de guardia. Mientras los pasos de la procesión, cargados de claveles rojos, pasaban por la puerta del cuartel, dentro, tras los barrotes, media docena de soldados con traje de faena y correajes cumplíamos con la obligación. El gorro cuartelero era otro componente imprescindible. Dentro de él, pintábamos un palote por cada día que pasaba y así, a medida que las jornadas se sucedían, estábamos más cerca de recoger la "blanca", la cartilla que recibías al despedirte y en la que se escribía: "Valor: Se le supone". Ese momento era como encontrarte con la gloria.


No sé muy bien el porqué, pero después del partido de Anoeta recordé aquellos momentos. A los realistas, a todos, les queda pintar once rayas en el imaginario gorro, porque esas son precisamente las jornadas que faltan para concluir esta larga travesía. Atrás quedan el campamento y las horas de instrucción. Ahora, todos son desfiles. Eran terribles. Horas y horas de ensayo, con un calcetín blanco en la mano simulando un guante, escopeta al hombro. Vuelta y vuelta, hasta que el capitán de turno daba por buena la actuación. Eran semanas de máxima tensión, porque cualquier error condenaba. Te podías quedar sin permiso a la mínima. Era necesaria la máxima concentración. Ni un error. Ni uno solo.

Llegado el día, el general de turno accedía en jeep descapotable, mientras la banda de música interpretaba una marcha a la que, reemplazos atrás, la soldadesca había puesto una letra que se tarareaba por bajines. "Ya viene el pájaro, ya viene ya". Pese a que obligaban a aprenderse de memoria la lista completa de mandos, no recuerdo como se llamaba aquel hombre que debería llevar alguna estrella en la bocamanga. Era como un todopoderoso Hércules, lo mismo que el equipo que nos visitaba ayer. Llegaba plagado de galones y dispuesto a hacerse con el poder del campeonato. Olía bastante a partido decisivo.

Muchas incógnitas por resolver. La primera, en la portería. Eñaut fue el elegido. La decisión del técnico no era fácil. Creo que se la jugaba bastante, porque con uno u otro, el riesgo estaba garantizado. Una mala actuación de cualquiera de los dos hubiese desembocado en catarata de críticas. Por eso, entendí la carrera desenfrenada del técnico para abrazar al meta. A la alegría por la victoria, se sumaba la satisfacción del buen trabajo de Zubikarai.

La segunda incógnita respondió a la táctica. Esteban Vigo, queriendo sorprender, inventó un carrusel de cambios que terminaron en derrota. Martín Lasarte decidió poner gasolina de más octanos (Zurutuza) por el diésel habitual (Elustondo). Las revoluciones realistas hicieron correr mucho mejor su coche. Los guipuzcoanos, a veces por egoísmo o exceso de individualismo, fallaron ocasiones suficientes como para haber ganado con más holgura y mucho antes. Salvados y conseguidos justamente los puntos, se trata de pensar sólo en el Recreativo de Huelva. Nueva oportunidad de pintar una raya en el gorro de la liga. Nada más. Ni menos.

Nota: A veces nos metemos mucho con los árbitros, pero el colegiado Ontanaya pasó el viernes por el duro trago de la muerte de su padre. El sábado le enterraron y ayer pitó en Anoeta. Supongo que no fue fácil convivir con tantas emociones en el ejercicio de su profesión.

 

 

Iñaki de Mujika