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En el Vall de Boí

El camino que conduce a la Vall de Boí sólo es eso. Un camino. Como si allí se acabara el mundo y comenzaran las preguntas. La que más veces repetí se refería a la forma en que llegaron a aquellas tierras altas del pirineo ilerdense los habitantes que hicieron posible la convivencia y nos dejaron edificios religiosos de inigualable belleza e interés, alejados del mundanal ruido.


El románico es el arte que cautiva desde los silencios. Grandes muros y pilares para sujetar la cubierta, poca luz y mucha vida interior. Es el tiempo que el austriaco Ernst Gombrich llamó de la "iglesia militante". Las torres y las pinturas de Taüll aparecen en muchos libros de historia del arte pero para comprobar "in situ" su valor sólo cabe desplazarse a través de complejas carreteras y caminos. Lo digo pronto, merece la pena.

Cogimos hotel en Taüll. Es el punto más alto del valle. Los kilómetros previos enseñan las perlas de piedra que completan el cuadro. De repente, después de una curva se alza enhiesta la torre de Sant Climent. Forma parte del conjunto románico que se compone de seis edificios que se pueden visitar previo pago de seis euros. Es el precio del ticket conjunto. Por unas estrechas y empinadas escaleras llegas a lo alto. En la última arquería se ofrece un paisaje purificador, con verdes de diversas tonalidades, y silencioso, con el cielo y la tierra como únicos testigos. Al fondo comparece el sonido de las lejanas esquilas.

Siguiendo el camino nos encontramos con Sant Joan de Boí. Otra vez muchos peldaños. Más complicados de ascender, pero el disfrute puede con todo. Llegamos al campanario, sin parar en los rellanos. Son cerca de las siete y media. Nos avisan que funcionan los badajos. A la hora en punto, suena el bronce que se oye en todo el pueblo y retumba en los oídos. ¡Menos mal que sólo fue una!.

Atardeciendo todo se hace más entrañable, porque surgen los contrastes. Barruera es la población más grande del valle. Allí se encuentra el ayuntamiento y los servicios principales. Decidimos pasear por el lado del río, cruzar un puente colgante que se tambaleaba y volver por la otra ribera. El agua desciende sin paradas entre pequeñas rocas y peñascos, forjando olitas que no crecen. De lo alto de los Pirineos baja el Noguera de Tor. Iker no termina de quitarse el catarro y no se atreve, pero es el momento de meter los pies hasta los tobillos y sentir el frío. No es fácil porque los guijarros del suelo se clavan como aguijones en las plantas de mis pies. Decido disfrutar del momento.

Frente a la iglesia de Sant Feliu, visitada un día después, decidimos sentarnos. Por fin, en una terracita una cerveza refresca el gaznate antes de cenar en La Llebreta (973 694042). Menú compartido. "Foie micuit con tostaditas", "Ensalada verde" y "solomillo de buey". Sólo diversificamos los postres. En parte, porque coincidimos en el helado. Para mí, uno de turrón con caramelo líquido. De frente, uno espectacular de vainilla con nueces y toffee caliente, al que hundí la cucharilla para relamerme. Así fue el día, un lengüetazo por la satisfacción de elegir un destino tan singular.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Iñaki de Mujika