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Entre Pals y Besalú

No recuerdo quién, pero hace muchos años alguien me habló de Pals. Es un nombre fácil de recordar. Han pasado desde entonces demasiadas oportunidades perdidas. Hasta que llega el momento, decides y te presentas en un silencioso casco histórico que emerge sobre una colina rodeada de llanuras. Subes las cuestas, nunca tan empinadas como las que conducen al oscense castillo de Benabarre, y te presentas en el mirador del Pedró. Todo a tus pies, de frente y a la espalda. Al fondo, sobre el mar, las islas Medas. En la tierra, la sierra de la Albera o el Canigó, más lejanos que el macizo del Montgrí o el de Begur.


Para entonces ya nos han sorprendido la iglesia de Sant Pere o la torre románica circular del Homenaje o de las Horas. En los caminos de las callejas medievales aparecen arcos apuntados, ventanales, cristales y vidrieras, portones, las forjas, sillerías, escaleras, pasajes, luces del atardecer, flores que engalanan e historias reales o imaginarias. Todo es medieval menos la gente que con sus cámaras recoge el sentimiento que le produce cada exquisito rincón o lo llamativo de las tiendas que dan vida al pequeño territorio abigarrado. Castillo, murallas con las cuatro torres de planta cuadrada, sensación unívoca de fortaleza y varias terrazas en las que poder comer o cenar. Las cosas dentro de un orden armónico.

Algunas creencias, poco creíbles, defienden que Cristóbal Colón salió hacia América con sus carabelas desde el puerto de Pals y no de Palos. Cosas que la tradición trae hasta aquí. Como la historia. Esta se escribe en muchos sitios y de distinta manera. Cada cual la compara. Lo mismo que sucede con los pueblos y ciudades. Nuestro destino era otra ciudad medieval: Besalú.

Será un día más tarde, porque las playas y el sol en su camino hacia el ocaso invitan al chapuzón. La playa esta casi vacía. Todo para nosotros. Las olas te pegan revolcones y te baldan. El camping de Mas Pinell está lleno de holandeses. Por la noche actúa un grupo que interpreta canciones en inglés- De siempre, para bailar y mover el esqueleto. La piscina y las burbujas de un spa nos mandan por agotamiento pronto a la cama.

Entre el rio Capellades y el Fluviá, hace once siglos se levantó un castillo. En torno a él, se erigió la población medieval que pisamos. Mucho más tarde que Miró I, el Joven, que fue el primer conde independiente de Besalú.  Al morir Bernat III sin descendencia, este condado perdió su condición y pasó a la casa de Barcelona.

La entrada se hace pasando por encima de un puente medieval. Dejamos el coche, junto a los autobuses de excursionistas. Tratamos con avidez de encontrar plazas, arquerías, iglesias, casas y monumentos. Un tren turístico se ofrece al viajero. Con poco éxito, porque sólo se montan dos personas. Algunos edificios no abren la puerta. Se limitan a dejar ver desde fuera a través de los cristales. No es lo mismo. Por eso, la iglesia de Sant Vicenç fue lo que más gustó dentro de un tono general menor que el de la tarde precedente.

Puntito decepcionados llegamos a Ripoll. Otra decepción, porque a la una en punto se cierra la visita. Las personas que se encargan de la custodia del lugar se van a comer. En los tiempos que corren, ante la competencia, deben existir horarios continuos en un lugar como el referido. Terminamos en Sant Joan de las Abadesas, cuya cabecera de tres ábsides impresiona. Girona nos espera.

 

 

 

 


 

 

Iñaki de Mujika