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El timo del gallo pedro

La Real estrenó anoche Los Cármenes y pasó la eliminatoria en un horroroso e indefendible partido. El campo nuevo, porque el antiguo lo desgastó varias veces en el tiempo. Era mucho más entrañable que el actual. Ubicado en el centro de la ciudad, una parte de la cárcel colindaba con uno de los fondos del viejo recinto. Los reclusos se asomaban tras las rejas. Eran tiempos en los que contaban con un equipo aguerrido. Por ejemplo, Aguirre Suárez y Fernández constituían la avanzadilla del juego agreste, duro y viril de los andaluces. Eran temibles.


La última vez que los guipuzcoanos se asomaron a territorio nazarí fue en Motril. Allí disputó sus partidos el Granada 74, aquel proyecto que nunca tuvo consistencia en medio de una guerra de intereses. Llegar hasta el recinto fue toda una aventura. El día anterior al partido, a las nueve menos cuarto de la mañana, esperaba en la puerta de la Alhambra a que se abriera. Frío intenso. Llevé la cámara digital, dispuesto a disfrutar de cuanto encontrara, incluida una ardilla que llamó mi atención en un árbol sin hojas. Como iba solo, me dejaron entrar previo paso por taquilla. Paso a paso, fijándome en cada esquina tardé cuatro horas en recorrer el recinto.

Comí en el Albaizín (con "z" que es como les gusta que se escriba) con la nevada sierra al fondo. Luego, al hotel, y a la tarde al centro, a patear calles y ver teatro. Una obra de Arniches, "La señorita de Trevélez", me entretuvo entre risas. Llegó el domingo y monté en un autobús de línea para llegar a Motril por autovía. Una hora de desplazamiento. Quedé con otros compañeros enviados especiales que habían elegido Málaga como punto de destino y un coche alquilado para cubrir la distancia.

No sé quien nos recomendó un restaurante para comer. No recuerdo ni el nombre. Sólo que nos metieron un sablazo en la factura. El chef sugirió de segundo un pescado que atiende por "gallo pedro" y que enseñó previamente a los comensales. Tragamos el anzuelo. El pez no era nada del otro mundo. Andaba cerca del lenguado, pero sin alcanzar su gloria. Entre las cigalas del principio, el jamón, los postres y cafés, además de las birritas, pagamos más que una noche en el parisino Maxims. Luego, en el campo de fútbol sumamos tres puntos y nos volvimos. Cada uno por donde había ido.

Ayer me quedé en casa, oliendo a txistorra, harto de comerla, con un boloncio en el estómago que no lo destruye una taladradora. Sentado ante la pantalla esperé acontecimientos con el 4-1 de la ida. No estaba muy motivado. Más bien, karrakela. Eso de meterte en un estudio, cuando en la puerta de la emisora y alrededores oyes la jarana alegre del respetable, mata. Se me quitaron todos los sofocos al ver la alineación inicial y el desarrollo del encuentro. Es posible que la gente esté contenta por la clasificación, que era el objetivo, pero la imagen ofrecida hasta que llegaron los cambios no puede corresponder a una entidad seria.

Montanier jugó con fuego de quemar, porque se puso perdiendo por dos goles a cero. Uno más y no vuelve. Para entonces los granadinos habían lanzado dos docenas de corners y se imponían en todos los sitios en los que había disputas. Sólo cuando saltaron al terreno de juego Agirretxe, Llorente y Zururtuza, el juego se ordenó, las ocasiones aparecieron y llegó el remate de ese chico de Usurbil que nos evitó a todos un soberano sobresalto. Me temí otro sablazo, aunque esta vez no fuera por culpa del gallo pedro.

 

 

 

 

 

 

Iñaki de Mujika