El febrero parisino es gélido. La mejor temperatura de los días compartidos no superó los tres bajo cero que es igual que decir que el frío era considerable. Lo mismo que el cielo despejado o el sol radiante que no calienta. Llego en tren a Montparnasse antes que el coche de Iker. Los atascos, los desplazamientos, "les bouchons" en la capital francesa son considerables. El Boulevard Vaugirard es testigo del encuentro. Un abrazo fuerte y sincero antes de subir maletas y bolsas al coche. Ya ha anochecido. La ciudad ofrece lo mejor de su luz. Nos espera el Sacré Coeur, esa iglesia que domina la urbe desde lo alto.
Pensé en la larga y tendida escalinata, pero afortunadamente un rápido y efectivo funicular te pone en la fachada de un edificio que no cierra nunca, que se visita a cualquier hora del día o de la noche. Un vigilante en la puerta invita a quitarte el gorro de lana, por respeto. Se ruega silencio y se prohíben las fotografías. Nos sentamos en un banco para contemplar esta construcción en su historia y solemnidad. Pasamos de una nave a otra, a través de la girola y nos llaman la atención algunas capillas radiales y la cantidad de velas que pone la gente. La fe mueve montañas.
Nos acercamos luego a la iglesia de San Pedro, antes de llegar a la Plaza del Teatro en el corazón de Montmartre. Un par de pintores nos invita a que posemos al aire libre, pero teniendo en cuenta el rigor de la noche, no corremos el riesgo de coger una pulmonía. Nos sorprende que todavía esté la decoración navideña. Hay algún bistró abierto, pero preferimos hacer camino por callejas y plazuelas, bajando escaleras que, entre silencios, ayudan a descubrir un entorno envidiable. Nos cruzamos con algunos turistas jóvenes de habla inglesa, mientras pasamos por la puerta de algún restaurante que parece atractivo. Dejamos atrás "Chez Plumeau", "La grolle de Montmarte", "Au grain de folie", "Pommodoro", antes de llegar al último portal (93) de la Rue des Martyrs. En la esquina de esta calle con Yvonne le Tac se sitúa "La Pierrade".
Por esas cosas que nunca sabes, nos animamos a entrar. Es un sitio pequeño, de dos alturas, con un máximo de diez mesas entre ambas plantas. Nos enviaron arriba. La carta no es muy larga, porque supongo que la cocina tampoco está para muchos esfuerzos. Pedimos un par de cañas y compartimos un foie (micuit) con tostadas. Después, "la pierrade". Te traen una piedra caliente, con su propio fuego, sobre la que vas poniendo la carne que has elegido. Buey, pato y pavo. Raciones generosas. La haces a tu antojo. Tres salsas y un puré de patata. Es divertido y acertamos. Luego, un postre. De fondo, una música ambiental quizás demasiado alta. Tanto como estrecho es el baño.
Pero lo importante, por encima de todo, era la conversación, su contenido. Mucho tiempo, muchas ganas de compartir vivencias. Todo fue inolvidable y grande. Nos quedamos los últimos. Sabiendo en qué ciudad estamos, el precio de la cena fue razonable. Ya en el coche, vamos por el Boulevard de Clychy hasta el Moulin Rouge. Llama la atención el colorido de la calle, las luces de los establecimientos que reclaman al cliente. Iker detiene su coche a la altura de un semáforo. Bajamos. Pasa una cuadrilla de chicos jóvenes. Les pedimos que nos hagan una foto "para la inmortalidad".
Ya tenemos el recuerdo antes de que aparezca un coche de la policía. Cuando llega el vehículo se ha puesto en marcha y no pasa nada. Luego, despacio, seguimos hablando mientras hacemos camino y buscamos el descanso reparador. Por detrás queda el cansancio acumulado por el entrenamiento, el viaje, y el pateo por las calles. El coche llega a Livry-Gargan.