De repente, aparece como en un sueño una tenista vasca, de diecinueve años, que cambió los carnavales de su pueblo natal por un torneo en Bogotá. Lara Arruabarrena se fue hasta Colombia para competir y ganar su primer torneo. Llegó a la final para medir sus fuerzas contra una jugadora rusa a la que no se había enfrentado nunca. Más alta que la guipuzcoana, Alexandra Panova probó la medicina del tenis de fuerza y potente derecha que practica la discípula de Antonio Capella.
Lara Arruabarrena tuvo que eliminar en el camino a la austriaca Patricia Mayr Achleitner (99), a la checa Eva Birnerova (110), a la argentina Paula Ormaechea (141) y a la rumana Edina Gallovits (128), todas mejor situadas en el ranking del tenis femenino. Por eso, la primera sorprendida del éxito fue la propia tenista tolosarra.
Como quien no quiere la cosa salta a las primeras páginas de la actualidad, sin perder de vista que su margen de mejora es importante, porque ocupa el puesto 174 del mundo y tiene un largo camino por recorrer. Sus deseos ahora consisten en alcanzar un puesto entre las cien primeras y poder disputar algún torneo del Grand Slam.
Conocida la victoria hemos debido recurrir a los archivos del tenis más joven para comprobar que en su carrera hay muchos éxitos, títulos y triunfos en las categorías de promoción. Como juvenil y junior ha cosechado éxitos que no permiten que pase desapercibida. Pero de ahí a compararle con las grandes va un largo trecho. Hablan de ella como la heredera de las Sánchez Vicario, Conchita Martínez y compañía.
Sinceramente creo que es un sin sentido. El mundo del deporte está lleno de fracasos porque se han querido acelerar procesos con deportistas a los que no se ha dejado seguir su camino naturalmente. Por eso, espero y deseo que Lara Arruabarrena no entre en esa dinámica de exigencia absurda que no lleva a ninguna parte.