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¡Nos hacen falta unas guardias en garita!

Creo que fue hoy, pero hace cuarenta años, que un soldado de una oficina en Ceuta me entregó una cartilla blanca que conllevaba la licencia y el final del servicio militar obligatorio. Entonces no existían ni insumisos, ni objetores, ni similares. ¡Mili, pura y dura!, salvo que contaras con un pie plano como la meseta, fueras hijo de viuda o coincidieras con un “exceso de cupo” que libraba a los sobrantes. También, en algún caso, un enchufe descomunal cargado de vatios y voltios te dejaba en casa.

Por todo ello, un día subí a un tren con no sé cuantos centenares más camino de San Fernando. Allí con un macuto a cuestas me asignaron un número que correspondía a la segunda compañía del primer batallón. Tres meses por delante de instrucción, con dianas, retretas, imaginarias, gimnasia, limpieza, deportes y otros servicios. Aquello de formar filas no era mi fuerte. Como la misa era obligatoria y en formación, decidí apuntarme al coro. Ensayábamos todas las semanas, con el cabo Membrado, que era de Castellón, tocaba la guitarra y era el director. Mientras el “páter” oficiaba, allá estábamos ante el micrófono, con voz angelical y haciendo gorgoritos. Éramos una mezcla entre los niños cantores de Viena y las hermanas “Garse” (Luisa y Paca).

Los tres primeros fines de semana los pasamos dentro del cuartel porque aún no nos daban permiso para salir. El cuarto fue siniestro total. No sé cómo terminamos en una bodega en Chiclana, dándole al fino, con palitos, queso y una especie de salchichón o butifarra. El clavo fue considerable y la vuelta en autobús de línea, un martilleo constante sobre las sienes. El siguiente tocó Xerez. Ahí cogimos hotel con bañera. Entrábamos negros y salíamos blancos. De lo que sucedió aquella noche del sábado he perdido totalmente la memoria.

Luego, tocó Cádiz, la capital. Un partido en el Carranza antiguo. Los soldados de tierra y los marineros nos ubicábamos detrás de la portería del fondo sur. Como íbamos uniformados, se nos distinguía a la legua. Comprábamos entrada de cinco pesetas, precio que correspondía a los militares sin graduación.

En aquel tiempo vestían de amarillo dos goleadores de postín Machicha-Baena. Jugaban Mané y Juanito Mariana que de allí, coincidencia, se fue al Levante nuestro rival de anoche. También destacaba Migueli, el tarzán que seguidito se fue al Barça. Su primo Jose, sin acento, era uno de mis mejores amigos. Aparecía tan alto como él y eso le llevó a ser elegido para entrar en la policía militar. Por esas cosas de los sentimientos, siempre que acudíamos al fútbol apoyábamos a los visitantes.

Pasados los años, quién me lo iba a decir, volví al campo, pero a las cabinas de radio. La transmisión de los partidos desde Cádiz era un tormento. Nunca funcionaban las conexiones. Llamabas al celador de Telefónica y la culpa siempre era de la mesa en Puerto Real. Al final, al borde de un ataque de nervios, conectabas cinco minutos antes de que el partido comenzase. En el tiempo de espera, miraba a la grada en la que ya no había soldados de uniforme, sino peñistas gaditanos, tratando de rememorar momentos que aún perduran entre los recuerdos. No era un campo en el que sacásemos muchas veces puntos.

Entre aquella Real y la actual hay muchas diferencias. En el terreno y en el banquillo y en los árbitros que le pitan. Anoche comenzó chisposa, dinámica y esperanzadora. Marcó un gol a los cinco minutos y todo se parecía a los trajes de las niñas que hacen la comunión de organza y organdí. La fiesta duró seis minutos que fue lo que un mal árbitro tardó en inventarse un penalti. Barkero no perdona y el Levante neutraliza la desventaja del tanto marcado por Vela.

Y ahí se acabó el encuentro. Los realistas se desquiciaron, perdieron la donosura y el talento y entraron en una guerra de guerrillas de la que iban a salir perdedores. Mucho más, tras el psicológico gol de Koné. Hasta tal punto que fuimos perdiendo la cabeza. Elustondo ni midió, ni valoró la jugada de su segunda tarjeta y se fue al vestuario cabizbajo y entre pitos. Mas difícil todavía, como dicen en los circos cuando el trapecista se la juega en el alambre.

El Levante siguió a lo suyo, mirando al reloj, apagando los pocos rescoldos que quedaban en la muchachada de Montanier. El gol de Xavi Torres fue casi testimonial porque todo estaba decidido mucho antes, a pesar de que el mano a mano de Ifrán con Munúa pudo cambiar las cosas. El Levante lleva muchas más guardias de garita que los nuestros. ¡Infantería de a pie, sargentos chusqueros y sin paracaidistas!

 

 

 

 

 

Iñaki de Mujika