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La hora de las finales

En el preciso instante en que Fernando Llorente marcó el tercer tanto de San Mamés, busqué a Marcelo Bielsa. Se levantó, se alejó de los abrazos, del bullicio y de la euforia. Pasó su mano por los cabellos, agachando la cabeza y tomó decisiones. Hacía minutos que bullían ideas. La prórroga acechaba y de qué manera, por lo que era necesario pensar, gestionar las fuerzas y las necesidades. El gol cambió el paisaje, aceleró el tiempo y los pálpitos.

Desde la frialdad movió banquillo. Dos veces en dos minutos, casi los que faltaban para que Atkinson soplara el silbato, levantara la mano y señalara el camino de los vestuarios. Ekiza y Toquero que se habían comido las uñas durante noventa minutos pisaron césped con tiempo suficiente para sentir la pasión de la grada, el olor a hierba y ver mucho más cerca las caras emocionantes y llorosas de sus compañeros.

Cada uno y a su manera llevaba la procesión por dentro. Cuando se juega un partido de este nivel, los futbolistas y los entrenadores saben, sólo ellos, lo que anida en su interior. La creencia o la increencia. La seguridad o el miedo. La realidad y los sueños. Esa mezcla deriva en comportamientos inimaginables. Los más fuertes contagian a los débiles –no al revés- y todo termina cuando los objetivos han sido conquistados.

Así lleva el Athletic toda la temporada. Dispone de dos finales en corto plazo. Una, muy tradicional, la de Copa ante un Barça que vive entre dudas, cambios y Guardiola. La otra, la continental, ante el Atlético de Madrid en Bucarest. Las dos, durísimas porque la exigencia será máxima. Toda la suerte a un partido, sin la segunda oportunidad de los encuentros de vuelta. Imposible hacer pronósticos. Cada vestuario preparará con denuedo la confrontación y el particular estilo de los técnicos hará diferentes los protocolos ante la atenta mirada de los seguidores que viven absortos la felicidad del momento. Las finales hay que saber jugarlas y ganarlas porque el premio sólo le llega al campeón.

 

 

Iñaki de Mujika