Joaquín Peiró y Enrique Collar formaban la parte izquierda del ataque del Atlético de Madrid cuando al fútbol se jugaba con cinco delanteros, no había cambios y los números de las camisetas (del “1” al “11”) no correspondían a nadie en particular, sino que se repartían en función de la alineación de cada domingo. Y digo domingo, porque en aquel tiempo sólo se jugaba en ese día y los lunes sólo se podía leer un periódico porque únicamente se publicaba la “Hoja del lunes”. Cuento esto para situar al amable beaterío a finales de la década de los cincuenta y principios del sesenta.
Los dos futbolistas movían el balón a velocidad endiablada. Se conocían y se sabían sin mirarse. Peiró las pasaba al hueco. Collar llegaba, driblaba y centraba. Ambos mostraban una técnica fantástica y rompían las defensas de entonces, aquellas en las que no existía el “líbero”. Fruto de la eficacia que mostraban en sus actuaciones, alguien acuñó el término que les hizo famosos: “el ala infernal”.
No sé el porqué, pero cuando ayer aparecieron de repente en la alineación Zurutuza y Griezmann recordé la época de aquellos futbolistas colchoneros. En la cocina de “Chez Philippe” se fraguaron dos cambios. Volvieron dos artistas a su modo. Hablan francés y se asemejan un poco a Clark Gable. El de Rochefort por su bigote color “carotte” y el de Macon, por el tupé untado de brillantina y ondulada “vague”.
Constituyen una dupla imprevisible, porque son artistas mezcla de descaro y anarquía. Eso gusta en la grada, porque el respetable conecta muchas veces más con el fútbol de zarpazos, explosivo y efervescente, que con el lento deambular de los planes tediosos, lentos, sin chispa y aburridos hasta decir basta. Su opción vino precedida por la salida del equipo de otros jugadores que cuentan también, por distintas razones, con el respaldo de la feligresía. Chory Castro y Rubén Pardo se fueron de salida al banquillo. Decisión discutida a tenor del rendimiento precedente de ambos, aunque en el caso del riojano se dejó circular que andaba con molestias.
La llegada de Osasuna siempre nos trae recuerdos que no son precisamente buenos. Es difícil olvidar en el pasado reciente los aconteceres que también podríamos calificar de “infernales”, pero no por lo antes comentado, sino porque se corresponden con trastadas que llevo cargadas en la mochila desde que sucedieron. Los “rojillos” son como quiere su entrenador. Trabajan hasta la extenuación y se dejan lo que no tienen para conseguir aquello que les hace falta en la clasificación: puntos.
Todos sabíamos de sobra que Mendilibar venía anoche a jugar un partido de fútbol y no a la ruleta rusa como Paco Jémez cinco días atrás. Presión, presión y presión. Ni dejar maniobrar, ni cometer errores que facilitaran pases y jugadas de peligro. Los navarros en su último encuentro no le ganaron al Málaga pero lo merecieron y fue precisamente en el tramo final cuando más cerca estuvieron de conseguirlo. Por eso creí que para que los puntos se quedaran en casa, los realistas deberían multiplicarse y aguantar hasta que Velasco Carballo sonara su silbato con el “pi, pi, pi” con el que nos acompañó toda la noche, desaforado en amonestaciones.
El primer tiempo fue un coñazo digno de la mejor caja de aspirinas para quitar el dolor de cabeza. Pelotazos (no de ginebra), balones aéreos y ningún glamour en el juego. Los realistas no fueron capaces de romper el entramado que diseñó el técnico visitante. Osasuna apretó, cerro espacios y no dejó al contrario ni un segundo de respiro. Hubo una fase, no muy larga, en la que la Real pareció mejor y se asomó al balcón del meta Fernández pero fue un espejismo.
El segundo tiempo se pareció demasiado al primero hasta que salió Rubén Pardo. Algún pase largo habilitó al punta y por ahí vino el poco peligro que los realistas fueron capaces de crear ante un equipo bien montado, sin fisuras, disciplinado en grado sumo, que tiró más a puerta que su rival y que dio el punto por bueno, porque no perder fuera de casa se cotiza. Los minutos pasaron sin pena ni gloria, con sabor a ronquido. Hasta el árbitro dejó de sacar tarjetas. El partido pudiera calificarse de infernal, pero no como el ala excitante del Metropolitano. Aquello era otra cosa. Mucho más interesante y atractiva que el partido de Anoeta.