El fútbol es para valientes, dentro y fuera de la cancha. Lo digo porque jugar el partido de anoche en Anoeta suponía mérito y estar sentado en la grada, mucho más. Los termómetros se han declarado en huelga después de una semana tremebunda, atiborrada de copos, vientos, lluvias, hielos y nieve, repartidos todos al buen tuntún. El mercurio le ha pegado un corte de mangas al respetable y le ha dicho algo así como que trabaje tu padre. Y así estamos con los mismos grados que goles y triunfos. Pocos.
Por eso, el primer aplauso va destinado a los 14.836 espectadores que decidieron acudir al llamado del corazón, o de los colores blanquiazules, o de las declaraciones de sus jugadores favoritos que entre semana, Mikel González por ejemplo, pidieron en voz baja el apoyo del respetable, aunque hasta el momento la feligresía tenga pocos subidones por el juego y los resultados de su equipo favorito. Por ahora, en buena parte son fríos.
Recuerdo hace unos veranos haber acudido a las Cíes, esas rocas atlánticas ubicadas en la entrada de la ría de Vigo. Estábamos en Bayona, después de comer en El Túnel. La tarde lucía espléndida y nos atrevimos a coger un barco camino de las islas. En el muelle había cola de personas que habían decidido el mismo plan. En menos de media hora llegamos al embarcadero y elegimos la playeta más cercana. Arena casi blanca y agua trasparente. Una delicia. Después de estar tirados un rato sobre las toallas llegó el momento de pegarse un chapuzón.
Suelo entrar en el agua como las actrices de antaño, aquellas que anunciaban Orgía de Myrurgia o el jabón de mano que olía a rosas de Lux o Palmolive. Es decir, despacito, primero por los tobillos, más tarde las rodillas, luego los muslos. En ese momento tomas resoluciones. O te tiras, o continúas haciéndote el harakiri.
No recuerdo cuál fue la decisión, pero la impresión fue brutal. El agua estaba helada. Saltaba, daba tumbos, trataba de calentarme. Nada. Salí mucho más rápido de lo que entré porque aquello era insoportable. Años atrás había vivido una experiencia parecida en una playa más al norte, La Lanzada, en donde al llegar el agua a la entrepierna gracias a una ola poderosa solté el taco más alto y gordo de mi vida. Imposible una brazada.
Abrigados hasta las cejas, tapados con mantas, gorros y bufandas, los aficionados sabían de sobra que el partido había que ganarlo porque, cuanto antes se salga del atolladero, mejor. No es conveniente tentar a la suerte y menos cuando el enemigo te pisa los talones y ha comprado en el mercado de invierno mejor armamento y dispone de más munición para disparar desde las trincheras en cuanto te descuides. Y da la sensación que somos un blanco fácil.
El Celta llegó con el entrenador Berizzo castigado y sin uno de sus delanteros referentes, Orellana, por sanción. Perdió a última hora a Radoja por lesión y trató de explotar su oportunidad si el contrario se quedaba gélido por no encender el radiador. De las pocas veces que llegamos en la primera parte, una jugada de fútbol tenis, con Granero, Xabi Prieto y Agirretxe, que compartió con el mundo la alegría del gol y del embarazo de su esposa.
El resto del primer tiempo lo pasamos en idas y venidas. Quizás más posesión de los gallegos, pero poco peligro en la meta de Rulli. Tampoco pasó nada en la contraria, porque si no posees el balón es difícil crear oportunidades que se traduzcan en goles.
Empeñados como estamos en ser rácanos, en no jugar y ampliar la brecha en el marcador, corremos el riesgo de que nos la enchufen. Así una, otra y otra, y venga a perder puntos en el tramo final de los encuentros para que nos quedemos más helados que en las Cíes. Esta vez la pilló Nolito, que premió con su remate el esfuerzo de su equipo, que jugó más y mejor.