Las noches de fiesta sanmarcialeras en Irun concluían con el disparo de una colección de fuegos artificiales desde el que entonces se llamaba alto de Olazabal. Era una ladera corta y en lo alto se divisaba la ciudad y el horizonte de las poblaciones limítrofes y el mar. La gente se ubicaba para verlos en la que hoy se denomina plaza del Ensanche, que antes lo fue de Pi Margall, España o Sánchez, apelativo cariñoso con un puntito de ironía popular.
Vivía frente al monte y desde el mirador de casa el espectáculo de los fuegos se calificaba como indescriptible. Siendo niño, aquello nos apasionaba. Tanto que con los años un grupo de estudiantes de bachillerato creó la llamada Pirotécnica del Bidasoa por ocurrencia de Félix Goñi, que montaba unas tracas colosales en el patio del colegio de La Salle cuando tocaba fiesta. Como entre ellos mezclaba pólvora mi primo Ignacio, aprendí que conseguir algunos colores, por ejemplo el amarillo y el azul, era misión ardua, lo mismo que crear las bombas, los voladores, las carretillas o las cascadas y castillos.
Pasados los años llegaron las excavadoras y aquella ladera dio paso a una calle peatonal, casas modernas de varios pisos, locales comerciales? que configuraron un diferente centro de Irun y dejaron hueco para que cupiera una instalación deportiva moderna. Allí se levantó Artaleku hace casi treinta años. Una de las razones fundamentales para su construcción fue el crecimiento del Bidasoa, el club de balonmano, al que se le quedó pequeño y obsoleto el entrañable frontón Uranzu.
En este tiempo han pasado cosas maravillosas y otras que no lo han sido. Del éxito de una Liga o una Copa de Europa, a la decepción de un descenso que desde que se produjo marca el camino del club y de sus recursos. No sé si le pesa la historia, la crisis económica que machaca a las entidades deportivas, la ansiedad por recuperar el espacio perdido, pero volver al nivel de los principales es algo así como la necesidad, un élan vital de Bergson, un impulso para fortalecerse y consolidarse.
Es fácil entenderlo. Los que vivimos y compartimos los momentos de gloria, necesitamos alimentar el ego pasional del éxito con nuevos episodios. Durante varios años los equipos fueron extraordinarios y dieron de sí tanto que cuesta mucho olvidarlo. Las generaciones jóvenes que han conocido otra dimensión, pero que saben de sobra la historia pasada, ansían vivir experiencias y momentos como los pasados, aunque sea un ascenso ante el Zamora.
Por tanto, desde puntos de partida diferentes, surge la confluencia en el mismo camino porque el objetivo es común. Esa es una de las razones por las que se llena Artaleku en circunstancias como las de un play-off de ascenso.
Es comprensible que la afición se desgañite tratando de llevar a su equipo en volandas, porque sabe que lo va a dar todo. No es una obsesión, no es ansiedad, pero todos desean el éxito que a su vez es liberación.
Estas eliminatorias son angustiosas. El primer partido, porque es obligatorio ganarlo si quieres aspirar al premio final. El segundo, porque supone ascender. Perder uno u otro, significa fiasco y disgusto. El Bidasoa ha pasado por ahí dos veces en los últimos años. ¿A la tercera, la vencida? Era mi esperanza y la de los demás.
Como tengo la mochila bastante cargada de experiencias, trato de relativizar y no dejarme llevar ni por la pasión ni por la euforia. Se dice fácil pero resulta casi imposible. Esperaba la victoria ante el Alarcos. No hacerlo hubiera supuesto un drama. El Bidasoa jugó a la antigua usanza, defendiendo con uñas y dientes el portal de Dejanovic, que estuvo formidable. Cumplido el primer reto, quedaba el segundo y definitivo. Allí no podía estar Ion Vázquez, porque una costalada le llevó al hospital y mermó las opciones del extremo. No quiso faltar ayer y se acomodó como pudo a una silla sin separarse de sus muletas y del cariño de sus compañeros. El resto, por no decir la mayoría, se resintieron de todo. El que no tenía un dolor, sufría dos. “Bastante jodido de los gemelos, pero mañana como si tengo que dejarme las piernas”, me comentaba un jugador imprescindible la noche del sábado al domingo cuando nos cruzamos mensajes de aliento.
Y llegó la hora de la verdad, la de las emociones y los pálpitos. Pasó de casi todo, pero con final feliz. Por un momento, aquello se aproximaba a un paseo militar (12-7) en el primer tiempo. Luego, a un via crucis (13-13), porque los irundarras no encontraban portería (dos goles en un cuarto de hora). Menos mal que la defensa se mantuvo en pie y los visitantes no aprovecharon la sequía ofensiva para hacer mayores sus opciones.
El tiempo muerto de Bolea a falta de un cuarto de hora cumplió con el objetivo. Un gol de Muiña abrió la espita y el Bidasoa se fue como un poseso a por la victoria. Los goles de Kauldi y Davidovic ponían tierra de por medio a ritmo de Joló, la pieza sanmarcialera que desata las pasiones de todo buen irundarra. En medio de la euforia de una afición inagotable, misión cumplida.
Por eso, al salir de Artaleku busqué las antiguas carcasas de los fuegos de artificio, para encender la mecha y llenar el cielo de amarillo y azul, como cuando era niño. No por quitarme años que es imposible, sino por compartir la alegría que me inunda.