la noche del viernes al sábado fue larga, bastante larga. Acepté la invitación de la ACT que reunía a los patrones de las traineras de la liga y a los medios de comunicación, junto a patrocinadores y responsables de la organización. Se entregaban los premios a los mejores. No suelo acudir a estos eventos y saraos sobre todo si al día siguiente debes asumir que hay un partido de fútbol que preparar y radiar.
Merece la pena el cambio de aires porque encuentras a personas que hace mucho tiempo no ves y te permite cambiar impresiones, lo mismo que puedes comprobar que entre el remo y otros deportes existen muchas diferencias en los modos de obrar y comportarse. Acudieron la mayor parte de los remeros encargados de llevar los botes y gobernar a sus compañeros.
Durante el año se tocan las palas, invaden las calles del oponente, se dicen cosas, mantienen una pugna extraordinaria. Llego a la conclusión de que dentro de las tostas se transforman. Sin embargo, fuera de ellas se sientan juntos, se ríen juntos y se respetan juntos. Pertenecen a una raza que no está en peligro de extinción. Llegados los postres, las mesas se llenaron de bandejas de pasteles para los 37 comensales asistentes. Una bendición desde lo alto.
Allí no había un médico que les cogiera los pliegues de grasa, ni les midiera con las pinzas, ni les pesara. Allí había libertad para ponerse hasta las cachas de chocolates, cremas, mermeladas y natas. A dos carrillos, como si fueran los últimos de su vida. Los demás, para no desentonar, les seguimos fielmente el paso. No era difícil.
En aquella sociedad con nombre de playa, los cocineros se esmeraron en que nada fallara. Concluido el buen trabajo, uno de ellos se acercó hasta nosotros para hablar de la Real, de los horarios, de las normas y prohibiciones, justo en el mismo momento en que charlábamos de los trabajos de los responsables de prensa de las entidades. Está jubilado, paga varios carnés en la familia y muestra desolación con lo que le sucede.
Le acaban de instalar la fibra óptica en casa, por lo que dispone de la posibilidad de ver los partidos por televisión desde el sofá. Esa realidad le hace plantearse no renovar el abono dentro de unos meses, entre otras cosas porque estaba acostumbrado a ir a Anoeta con bocadillo, bota de vino y fumarse un puro. A día de hoy nada de eso es posible. El miércoles, a las diez de la noche, le hubiera gustado estar cerca del equipo pero como no hay opción de disfrutar del pack se quedó en su casa comiendo, bebiendo y fumando a su gusto.
Terminada la cena, paseamos por el malecón zarauztarra hasta un lugar de copas, con luces de colores y música conocida y bailable. Moví el esqueleto lo que pude y supe, después de mucho tiempo sin hacerlo. A una hora no muy prudencial, levanté el campamento, llegué a casa y lejos de dormirme empecé a darle vueltas al partido de Ipurua, por culpa de dos cafés con los que rematé la cena y luego me remataron.
En las vueltas a la cama, izquierda, derecha, derecha, izquierda, traté de imaginar el encuentro. Sabía de sobra que los dos equipos se iban a mostrar duros y difíciles para su rival. Es un derbi. Es una necesidad y una constatación. Los dos quieren medirse y confirmar rachas positivas. Ni a Mendilibar, ni a Eusebio, ni, por supuesto, a los futbolistas que entrenan, les apetecía perder. La alineación realista sorprendió a la feligresía, porque uno de los principales referentes se quedó en el banquillo y a partir de ahí se desataron las tormentas.
El primer tiempo fue un canto al despropósito, una oda en toda regla. Ni unos ni otros fueron capaces de hilvanar una pizquita de juego para decir que esto es fútbol. Los armeros llevaban quejándose varias semanas por decisiones arbitrales. Al trencilla le pareció que Aritz sacó la mano voluntariamente y evitó una ocasión de gol. Roja, a la calle y la risa cambiando de barrio. Si hasta entonces la Real no convencía, a partir de ahí menos.
Tras el descanso, nada cambió para mejor. Ni los cambios, ni la actitud, ni la posición sobre el terreno. El Eibar encontró caminos para disfrutar y se topó con un gol que confirmaba el desastre de mediodía que estaban protagonizando los realistas. Del infinito del miércoles, al cero del sábado. Luego, llegó el segundo y las estadísticas. Ni tiros, ni ocasiones, ni nada.
Paupérrimo encuentro del que solo se puede salvar al utillero. Mal en la banda y mal dentro del césped. Otra semana de tres que se va como el agua entre los dedos. Tres puntos de nueve. El remate de la semana fue un canto al disparate, a los dislates y al desvarío. Y me entristece tener que escribir esto. No disfruto. Y por supuesto, nada que objetar al triunfo azulgrana. La fe mueve montañas.