Cuando veo a los equipos de balonmano defender, me vengo arriba como el champán al descorcharse. Este Europeo de Croacia 2018 está siendo un ejercicio de austeridad. Hay grandes jugadores, estupendos lanzadores, fornidos chicarrones, armarios empotrados… lo que queráis, pero no hay equipo que gane si no se cubre la espalda. Pertenezco a la generación del antiguo testamento deportivo en el que primero se trataba de no perder y luego, si se podía, ganar. Convenía no perder el punto que regalaba la federación. Si la Real de hoy se hubiera aplicado en no perder partidos, viviría exultante.
Aquí no se paran en disquisiciones, porque un día y otro, y otro, se juega. Solo hay tiempo para pasar por la camilla, soltar las contracturas y volver a la carga. No hay sitio para los tiquismiquis. Por eso me encanta este deporte en el que la gestión del juego y de los jugadores es complicadísima. Hablaba con el navarro Edu Gurbindo, al final del partido que España ganó a Alemania, vigente campeón europeo. “Estamos locos de contentos, pero hay que volver con una medalla. Me lo estoy pasando como un enano”. Es defensor, de los que mueven los brazos como el molino de viento sus aspas. Le echan, le excluyen, zumba. Un lateral zurdo de época. Muy grande.
Aquí no existen los miramientos, porque el que se distrae se lleva una guantada en el primer cruce. Los códigos no están escritos, pero todos los conocen. Cuando los árbitros pitan el final, se saludan, se abrazan y se toman una cerveza si es necesario. El fragor de la batalla cautiva porque el juego es actitud, intensidad, poco respiro. Doblegar al contrario muchas veces parece quimera, pero se consigue, si se cree. Hay zarpazos hasta que suena la última bocina.
Este balonmano es un deporte de kamikazes, a cuyo frente están los porteros. Raza de otra galaxia. Pocas leches. A veces paran, a veces les fusilan. Mucho depende de ellos. Appelgren, Landin, Bergerud, Palicka, Gerard, Ristovski, Corrales, Sterbik, Pérez de Vargas…les miras de frente y nos ves portería. A ninguno le oirás hablar de miedo, de flojo rendimiento, de no ayudar, nada de nada. Trabajo, trabajo y entrenamiento. Horas de vídeo para estudiar los lanzamientos rivales y consagrarse bajo los palos para un montón de años. El resto de guardametas de todos los demás deportes debería fijarse en ellos y hacer camino desde su fortaleza. A Rulli, por ejemplo, ahora que le han sentado, le vendría muy bien.
Cuento todo esto porque he visto cerca de veinte partidos de este campeonato. Pocos han terminado con resultados claros y llegar a semifinales y final ha costado un potosí. Golpes, magulladuras, dolores, tirones, tensiones… Da igual. Todos siguen blandiendo la espada. Eso es lo que me apasiona. La guerra sin cuartel, lo mismo que la mezcla de los jugadores físicos y de los que mezclan técnica y habilidad al servicio del proyecto común de ganar. Es decir, tamborreros y violinistas en la misma orquesta. Hay sitio para todos.
Con ese meloso sabor de boca afronté el partido de Villarreal. He seguido la semana sin demasiada pasión. El lunes, después del disgusto no superado frente al Celta, vieron en Loiu a las seis de la mañana a parte del alto mando de la entidad. Se están moviendo. ¿En qué dirección? Ayer estaban todos en El Madrigal, esperando un milagro. La semana ha ofrecido tensión, nerviosismo, preguntas, encuestas, el patatín y el patatán, los rumores, las posibles entradas, las posibles salidas… todo, pero aquí se necesitan puntos y no de sutura.
Eusebio los trataba de encontrar ayer con unos cuantos cambios. El más llamativo en la portería. Eligió a Toño Ramirez. Modificó el sistema defensivo, más acuático que nunca. Hizo titulares a Januzaj y Oyarzabal, suplentes hace siete días, cuatro variantes en relación al partido con el Celta. Fue peor el remedio que la enfermedad, porque a los veinte minutos ya se habían encajado tres tantos, en otras tantas llegadas, y la sensación que el equipo mostraba era triste, pobre, famélica y descangallada, un poco parecida a la de aquel partido en Las Palmas que supuso la despedida de Moyes.
El entrenador hablaba esta semana de mirar adelante y no hacia atrás, porque el pasado no se cambia por mucho que se intente. Decía San Ignacio que “en tiempos de tribulación no hacer mudanza”, es decir, que las decisiones profundas no deben adoptarse cuando todo se desmorona, cuando se atraviesa una gran crisis como esta, cuando los embates son terribles tal y como sucede ahora con estos resultados que nos convierten en el único equipo que no ha sido capaz de sacar un punto desde que comenzó el año.
No sé cuánto hay de ignaciano en el consejo realista. No sé cuánto van a ser capaces de aguantar esta situación. No sé si los créditos siguen vivos o se agotan. Lo único que veo claro es que, como este viernes que viene no ganemos al Depor, esto no se sostiene. Menos mal que hoy recuperaré el habla con una final europea de balonmano, en donde dos equipos aspiran a ganar un título. Evidentemente, desde la defensa. Como os decía al principio, sigo siendo del plan antiguo.