No voy a caer en la tentación de hacer una raya en medio y situar los buenos a la derecha y los malos a la izquierda. Es decir, elevar a los altares a quienes volvieron en el avión a Foronda tras la “manita” del Bernabeu y demonizar a los que se quedaron de ferias y fiestas en el “6” de la madrileña calle del pintor Velázquez. Al final, unos y otros decidieron hacer con su tiempo libre lo que les dio la gana, porque contaban con permiso y con la anuencia de quien tomó la decisión de permitírselo. Ninguno trasgredió la ley. Hace años les hubiera recomendado una visita al local en que Olga Ramos cantaba cuplés “berdekeris”, picarones y muy divertidos u obras como aquella de Agustín Lara en la que a una chulona le iba a hacer “Emperatriz de Lavapiés”.
Pero te aseguro, estimado lector, que si el entrenador hubiera sido quien esto escribe, en Madrid se quedaban los esparadrapos usados y las botellas vacías de agua mineral. Nadie más. Defiendo desde siempre un principio de orden que se corresponde con la expedición oficial de un equipo. Me da igual que sea de fútbol o de rugby. Salimos todos y volvemos todos. Luego, si tienen que descansar, descansan. Si quieren irse, se van. Si quieren tocar trompeta, tocan. Si quieren subirse a bailar a una mesa, bailan. Lo que quieran, pero en casa.
El camino está plagado de momentos como los que nos han ocupado parte de la semana. No hace mucho tiempo, los realistas jugaron un sábado en casa y por la tarde. Ganaron. Esa noche bailaban en una conocida discoteca de Barcelona algunos componentes del equipo que decidieron pasárselo bien. Mala suerte, porque en el mismo lugar se encontraban amigos míos que juegan al balonmano de elite. Les conocieron, me llamaron y me lo contaron con todo lujo de detalles. Al día siguiente, hablé con alguno de los implicados, le dije lo que pensaba y ahí se acabó todo. No se enteró nadie, porque he creído siempre que los clubes están por encima de las personas y que estos zafarranchos van en detrimento de la entidad. Y esa historia, o parecida, se ha repetido a lo largo de los tiempos una y mil veces. Podríamos escribir un libro que además sería “best seller” y se agotaría.
Jamás he dudado ni de la profesionalidad ni de la honestidad de los jugadores. Jamás. Estoy convencido que ponen todo lo que tienen para la mayor honra de la camiseta que defienden. Pero eso, a veces, no es suficiente, porque hay cosas que se relacionan con los principios de respeto. Los futbolistas deben darse cuenta que mientras ellos se quedan en Madrid de cuchipanda, bureo y algazara, vuelven los autocares con seguidores disgustados y decepcionados. Aficionados que se pegan una pechada de kilómetros, que se gastan el dinero que no tienen por estar cerca de ellos, por animarles y hacer que sus voces aporten la fuerza que muchas veces falta. Esa reflexión y la consecuencia de la misma deberían estar instaladas como santo y seña del equipo en cualquier circunstancia, máxime si esta no es deportivamente favorable.
Luego, al comprobar la tremolina, comparecieron el entrenador y el capitán, casualmente dos de los que volvieron en el avión. Trataron de explicarse, uno mejor que el otro, para dar respuesta a la indignación social que en buena parte de la hinchada despertó la escapada en las proximidades del Retiro y de la Puerta de Alcalá. Sobre lo que dijeron ambos podríamos escribir un tratado y desmontar con facilidad las justificaciones. Supongo que dentro del club existe un reglamento de orden interno, una mesa en la que sentarse a hablar, capacidad para contrastar pareceres y alguien con luces capaz de hacer ver que existen situaciones que no son recomendables.
Quedaba por ver si la afición recibía a los suyos con música de viento para mostrarles disconformidad por el plan organizado. Quedaba por comprobar si agradecía a Labaka y Tamudo sus prestaciones, aunque de entrada estuvieran sentados junto a Sandoval. Faltaba, y aquí no cabían dudas, comprobar si animaba cuando Pérez Montero pitase para empezar la contienda. Montanier, por su parte, siguió fiel a sus costumbres y aumenta su leyenda. Quien marca gol un domingo descansa de salida el siguiente. Xabi Prieto inició la contienda en el banquillo con Mikel Aranburu. Brazalete sin dueño que fue a parar al bíceps izquierdo de Claudio Bravo.
Como la historia se repite tozudamente, y de esto ya hemos probado más veces, la respuesta suele ser generosa. Enchufados desde el principio, los realistas se muestran como equipo fuerte, seguro, solidario y efectivo. Tanto, que le hace cuatro goles a un Rayo que pareció menor. Dos por tiempo y la sensación de no pasar ni medio apuro. Los seguidores realistas son generosos y terminan por reconocer los esfuerzos de un grupo que mostró cariño a su entrenador, que le abrazaron en alguno de los tantos como si fueran novios y que, y esto es lo más importante, alcanza treinta y seis puntos y mantiene con el descenso un colchón de ocho y el goal average.
Dicho lo cual, ahora pueden cogerse un charter, viajar a las chimbambas, pasarlo en grande y jugar otro partido hermoso. Eso no se lo va a censurar nadie.