No me quejo de la memoria que permite recordar muchos y buenos momentos. Sin embargo, en este caso, no sé muy bien quién fue la primera persona que me llevó un día a “La Garrocha”, un sitio de copas en Málaga, pequeño como una caja de cerillas, pero petado siempre de gente. Está en la Plaza Mitjana, uno de los centros más bulliciosos de la jarana nocturna de la ciudad. Como casi siempre hace bueno, la gente está en la calle, dificultando el paso e imposibilitando la entrada a los sitios.
Era verano y hacía un calor insoportable. En pocos lugares había aire acondicionado. Llevábamos puestas unas cuantas cañas, algún rebujito y no me acuerdo más. Daba igual porque lo que te metías por un lado lo sudabas por otro. Es un decir. Al pasar por la puerta de este bar de copas se oía una música de rumbas que pareció atractiva. ¡Hala, para adentro!.
Todavía los móviles no llevaban cámaras, ni las digitales estaban al alcance como ahora. Hubiera sacado unas cuantas instantáneas. No cabía un alfiler, pero ni uno. Apenas unos pocos metros cuadrados con gente hasta en el alféizar de las ventanas. Las paredes no enseñaban el color de la pintura, porque estaban cubiertas de vírgenes, cristos, nazarenos, romerías, carretas, toreros, mezclados sin orden ni concierto pero en plan devoción total.
La barra por dentro era un sin sentido. Cabía una sola persona. Una mujer, rechoncha, vestida de negro, canosa, que se bastaba y sobraba para poner la música, servir las copas, gobernarlo todo y ser una más dentro de la jarana y la algazara que allí se juntaba. Pedimos una tónica con gin y, ¡por fin, albricias!, copa servida en vaso ancho. Casi aplaudo, porque fueras donde fueras, sólo te ponían un tubo de cristal que es la cosa que más odio cuando salgo.
Como estábamos tan a gustito, repetimos. Fue fácil adivinar el nombre de la propietaria. ¡Toñi para arriba, Toñi para abajo!, se escuchaba cada vez que entraba un grupo y pedía la ronda “en vasos garrocheros” por lo que convine que a los malagueños también les gusta que la nariz quepa dentro y no se pegue con los bordes dificultando ingesta y disfrute. Traté de menear un poco las caderas y soltar los tobillos por hacer caso al azulejo de colores, colgado en uno de los muros, en el que se leía una cita de Voltaire “He decidido hacer lo que me gusta porque es bueno para la salud”.
Avanzada la noche, de repente, descubrí el porqué del nombre. Encima de la barra y colgada de una estantería de madera que guardaba las botellas, pendía una larga garrocha de madera, de esas que los caballistas usan en el campo para separar becerros o derribar novillos. Cuando salimos comenzaba a clarear. Buscando la cama reparadora, el olfato siguió el rastro de unos churros con chocolate que nos supieron a gloria bendita en Casa Aranda. Luego, he repetido bastantes veces el recorrido con otra compañía, pero ninguna como la primera vez.
La derrota ante el Espanyol obligó al presidente a coger la garrocha y apretar los costillares del técnico y jugadores a los que una vez más mostró confianza, pero les pidió una sobredosis de entrega y otro tanto de convicción. Con más bajas que en los cuarteles cuando se anuncian maniobras, la Real se fue a Málaga con lo puesto. Entre ponte bien y estate quieto, el plantel está capitidisminuido. Que si brazos rotos, fascitis plantares, isquios, esguinces, rodillas, abductores, rotulianos, sobrecargas. Sólo faltan embarazos y pitopausias.
Con ese panorama visitamos La Rosaleda, allí donde habita un equipo con un buen entrenador y buenos jugadores. Sin cobrar desde hace meses porque al jeque de turno no se le pone, están dando lecciones de profesionalidad. Han conseguido meterse en octavos de final de la Champions, garantizarse buena manteca para las arcas y demostrar que están para llegar hasta donde les dejen. Antes del partido me parecía que era algo así como un David contra Goliat. La situación se hizo más complicada con la inesperada victoria del Granada en el Villamarín y la no menos trascendente del Osasuna en la cancha de nuestro último verdugo, aunque cierto es también que la holgada derrota del Depor en La Romareda nos sacaba de los puestos de descenso sin comenzar a jugar.
Sentía curiosidad por conocer cómo resolvía Montanier las ausencias de la zona ancha y la vanguardia. Optó por Ifrán de salida, circunstancia que no sucedía desde la décima jornada del ejercicio anterior en el empate sin goles de Anoeta ante el Getafe. Y también se decidió por Pardo. Tanta lesión y tanta ausencia forzó la dupla que tanto se añora. Illarra-Rubén se conocen, se entienden y se muestras efectivos. Son algo más que una esperanza. Todo se puso de cara nada más empezar, porque una jugada bordada concluyó con el remate de Vela y el gol al minuto de juego.
Los realistas sufrieron poco, pero por enésima vez un saque de esquina se convirtió en la mejor ocasión de los malagueños que encontraron en la bota de Saviola la solución a los problemas que les aquejaban. La defensa realista hasta ese momento pasaba pocos apuros y solucionaba los problemas con solvencia. Pensé entonces en la garrocha, el palo largo con el que se aprietan los costillares para que las reses reaccionen y se hagan bravas, pero no solo un día, sino siempre, tanto cuando la soga se siente cerca del cuello, como cuando acompañan los tiempos de bonanza.
Los minutos se fueron haciendo eternos y fulminantes para los locales, cada vez más agotados y pagando el esfuerzo europeo del jueves. El contraataque guipuzcoano podía ser letal en algún momento. Y llegó la jugada, el pase, el centro y la frialdad de un futbolista con clase, al que llaman “picha fría”, pero que inició y concluyó la acción que terminó siendo decisiva. Xabi Prieto lo hizo todo impecable e implacable. Su gol sentenciaba, y si las contras se hubieran llevado con más calma y acierto, el triunfo debiera ser a esta hora más amplio. Los tres puntos hicieron resoplar a más de uno. El garrochazo surtió efecto. ¿Cuánto durará?.