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Helado de turrón

Hay noches de estas veraniegas en las que me gusta salir y dar una vuelta después de cenar. Elijo, con buen tiempo, un paseo por el malecón a orillas del oscuro mar, que lo era menos el tránsito entre el miércoles y el jueves, porque en el cielo asomaba un pedazo luna que te morías.  Lo mismo que la marea. En un momento decido sentarme en un banco y dejar volar la imaginación, compartiendo silencios con las cañas de pescar que jalonan el pretil.

Es entonces cuando hago una pregunta sin respuesta. ¿Cómo es posible que haya tanta gente a esas horas, en torno a la media noche, esperando que pique una hermosa dorada, una platuxa, o un lenguado, si es que por aquí se mueven los lenguados. Imagino que los pescados también duermen y que es imposible que vean nada. Recuerdo los tiempos en que pescaba panchitos en la dársena del puerto con las lombrices ensartadas en los anzuelos. La caña era simple con plomos y un carrete que siempre se enganchaba.

Ahora compruebo que algunos pescadores llevan un pequeño foco en la cabeza y que al final de las cañas nace una pequeña luz azul que otorga al ambiente un halo de misterio. Es entonces cuando te apetece un helado, aunque no haya fuegos de artificio. Sé que está abierto un expendedor que aguanta hasta que no quede un turista. La caja es la caja. Voy para allá y compruebo que los precios son respetables. Antes sólo había de vainilla, fresa o chocolate y un helado costaba una peseta. Ahora son más caros y surgen sabores inverosímiles. Inventan tanto que hasta he llegado a probarlos de morcilla. Sometido al antojo y costándome decidir, señalo el recipiente en el que se lee “Turrón”.

Desandando el camino le pegaba lametones de jirafa, por lo que duró un santiamén en las manos. Acabé con él mucho antes de lo recomendable y concluí inmediatamente. Nada que ver con aquel helado de turrón que elegí de postre tras una cena en la terraza del Madeira de Elche. Siempre crees que es imposible llevarte una agradable sorpresa. La primera vez caímos allí por casualidad. Las siguientes repetimos siempre. Hay una buena carta, con muy buenos platos (siempre pido arroz con costra), pucheros, espléndida carne y postres. Entre ellos el que te digo, plagado de pedazos reales de almendra. ¡Golosón!.

Todo eso sucedía después de habernos recorrido un polígono industrial completo lleno de “outlets! en la zona de Miguel Servet. Zapatos, playeras, chancletas…. Ropa de todas las tallas y precios del antiguo testamento. Ya te he dicho muchas veces que estos viajes permiten conocer las ciudades de día y de noche, antes de entrar en el campo de fútbol y dedicarte a lo que es obligación. El partido del Martínez Valero llegaba ayer en un momento de euforia tras la exhibición de Lyon, el triunfo ante el Getafe y las sensaciones que el Elche ofreció hace unos días en Vallecas, donde sinceramente el equipo me pareció un poco escaso. Aunque sé desde tiempo inmemorial que las impresiones son muchas veces ficticias y las transfiguraciones surgen como de la nada.

Por eso, entre las euforias de unos y las ganas de reivindicarse de los otros, afronté el match con la mosca detrás de la oreja, sin Charly, ni Griezmann, que son importantes, y encima vistiendo de negro. El mismo color del horizonte con el que iniciamos el encuentro. Al minuto ya teníamos un chicharrito en contra. Balón parado, saque de esquina, zurda de Albácar y final con gol de Corominas, después de un balón sinsorgo que pasó por delante de todos.¡Ay, amá!

A partir de entonces, los locales fueron lo que esperaba y la mosca de la oreja comenzó a pegarme picotazos. Los de Escribá entraban por la derecha, por la izquierda, por el norte, por el sur, por tierra, mar y aire y nosotros andábamos más perdidos que el turco en la neblina.

Añoré en ese momento el banco relajante de mis noches de paseo, el helado de turrón, las estrellas, la calma…Hubiera pagado dinero por entrar al vestuario en el descanso y escuchar al entrenador, porque es en esos momentos cuando aparecen los técnicos de verdad. Siguió confiando en los mismos, por ver si el marchamo del encuentro cambiaba. Leyó el partido y decidió que Xabi Prieto pisara el césped y se atara bien las botas, Dicho y hecho. El partido y la decoración cambiaron, del mismo modo que el fuelle de los locales dejaba de activarse.

Consecuencia: el dominio cambió de lado, lo mismo que el control de la pelota, la búsqueda de espacios y la aproximación al área rival. Zurutuza se sumó al proyecto y llegó el gol del empate que nos permitía recuperar el habla y el sueño con un triunfo que lo tuvo la pierna izquierda de Vela. El gol y un tiro al travesaño llevaron el seño personal del mexicano. Probablemente, de haberse producido la victoria, a esta hora nos parecería demasiado premio para los méritos contraídos.

Dice la tradición que después de las citas europeas los equipos pagan las consecuencias de su esfuerzo. Probablemente. Haciéndolo sin perder fuera de casa, no es una mala noticia, aunque primeros tiempos como el de ayer nos condenarán muchas veces si los repetimos. Estamos, por tanto, en la puerta de un momento trascendental, con buena cara, en nuestro campo, con nuestro público, con el verdín cortito y regado y con las inmensas ganas de rematar la faena. Si eso sucede podremos dar por muy bueno el comienzo del campeonato.

Vuelvo a mis cosas, al paseo y a la tranquilidad de ver al equipo en su esfuerzo y a mi mano derecha pegajosa y dulzona por sujetar un cucurucho con sabor a turrón.

 

 

Iñaki de Mujika