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¡De banquete a picnic!

Repasaba por curiosidad el cuaderno en el que apunto lo datos mas significativos de cada jornada que suelen servir para comprobar por ejemplo que José Ángel ya ha jugado este año más minutos que toda la temporada pasada o que Rubén Pardo ha sido tantas veces titular en liga como el curso anterior. Mi intención era otra, concretamente comprobar cuántos partidos habíamos jugado a las cinco de la tarde. ¡Ninguno!. Es decir que aquel horario tradicional de toda la vida,  al que la gente se había acostumbrado es historia. 

Los protocolos familiares estaban claros. Misa de doce, los que iban, aperitivo, compra de pasteles, comida familiar y al fútbol. Los futbolistas siguen su protocolo y nosotros uno parecido. Había excepciones. Una de ellas cuando nos desplazábamos a Valladolid. Era un viaje cómodo. Salíamos a primera hora, café en el camino, un pinchitín al llegar y comida en un afamado restaurante del paseo Recoletos.  Ese día nos juntábamos una legión. Llegamos a ser veinte alguna vez, porque además de una buena parte de enviados especiales se juntaban amigos y ayudantes. Todos sabían que se formaba un ambiente excepcional.

Nos recibían con los brazos abiertos. Siempre alguien se encargaba de reservar, sugiriendo que no faltasen ni mollejas, ni riñones. Los días de partido, aunque no lo parezca, como poco y pronto. En Pucela hacíamos una excepción. Menú largo de picoteo, en rendido homenaje al colesterol, con morcilla, pimientos, chorizos, y los interiores antes referidos. Después, lechazo al horno con ensalada y torrijas con helado. Quien manos quien menos se acompañaba de un buen Ribera.  Cuantas más botellas caían, más risas y mayores decibelios. Cafés a pares y una gentileza de la casa consistente en unas pastitas con forma de rosquilla y un chupito, o dos, de moscatel.

Aquello concluía a carcajada limpia, pagando religiosamente y abandonando el comedor en dos tandas. Primero, las emisoras de radio que comenzábamos antes y luego, la prensa escrita que disponía de más tiempo. La última vez que nos juntamos tantos fue el 2 de marzo de 2003. Mandaba Denoueix. Momentos de euforia. Aquel día antes de levantarnos, el compañero periodista que se encargaba de la reserva del restaurante, puesto en pie y ante la atenta mirada del respetable aseveró: “Hoy tengo buenas sensaciones. Vamos a chupar”. Como el moscatel ya andaba por la mesa, aplaudimos e hicimos la ola en gozosa algarabía.

Subimos al nuevo Zorrilla que es el campo que cuenta con los escalones más altos en las escaleras (muchas) que conducen a las cabinas de radio. Llegué echando el bofe. Montamos los aparatos de transmisión, nos sentamos y comenzamos la narración en la media hora previa que solemos llamar de calentamiento. Creía que reventaba. El partido comenzó a las cinco de la tarde en cuanto Undiano Mallenco tocó el silbato. A los siete minutos ya perdíamos dos a cero, creo que tras remates en dos saques de esquina de Andrés Nicolás Olivera. El tercero, rubricado por Oscar, subió al marcador en torno al veinte.

¡Qué domingo, señor!. Buscaba en las cabinas adyacentes al compañero que tenía buenas sensaciones, mientras por mi cuerpo circulaban de forma despiadada aires, efluvios, sopores, torpores, sueños, sofocos, sudores, sonrojos y rubores. No me faltaba de nada. Bueno sí, un alma caritativa capaz de encontrar en ese campo de fútbol un sobrecito de Alka Seltzer o un bote de bicarbonato Torres Muñoz. Imposible.

La tarde fue una turbamulta agraviada por la contundente derrota, aunque como dice la tradición sarna con gusto no pica. El viaje de vuelta se hacía despacio. Llegabas a casa, te lavabas los dientes  y a la cama sin cenar pensando en el mismo día del año siguiente. No hemos vuelto desde entonces. Que si los descensos de unos y otros, que si somos menos, que ya no viajamos por las circunstancias en las que nos movemos las emisoras. ¡Qué tiempos y qué recuerdos!.

Cuento toda esta historia porque lo de anoche en Zorrilla, salvando las distancias fue bastante parecido. Esta vez a las ocho, en miércoles, sin la buena compañía ni los sabores de entonces con un café con leche y un sándwich mixto para pasar el trámite. Esta vez no hacia falta que nadie me dijera que había un buen pálpito. Era evidente. Los dos goles de Griezmann parecían suficientes porque el tiempo avanzaba a favor del equipo y porque el contrario no daba sensaciones de peligro.

Sin embargo, los pucelanos son fieles a su espíritu de lucha. Aprovecharon el exceso de confianza y la falta de concentración de los rivales para empatar en un par de minutos y forzar además un penalty que el desacierto de Ebert y el acierto de Bravo evitaron que subiera al marcador. Es decir que disponiendo de un resultado cómodo, labrado con esfuerzo y acierto en los momentos anteriores al último cuarto de hora, lo echamos por tierra de modo inexplicable.

Dicen que un punto fuera de casa siempre es bueno, pero pese a conseguirlo sabe a poco porque los tres eran nuestros. Respeto al Valladolid por su esfuerzo y la constancia, pero se encontraron con un resultado que no esperaban ni soñaban. Escuchar al meta chileno al final del encuentro fue un bálsamo, porque no puso la menor excusa a la decepción, ni valoró el hecho de detener el lanzamiento desde los once metros que evitó el cataclismo. Esta vez el sofoco no fue por una cuchipanda. El partido iba para banquete y terminó con un picnic de bocadillo seco y huevos duros. O aprendemos, o aprendemos.

 

 

Iñaki de Mujika