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El día que monté en el Dragón Khan

Hace unos cuantos años salí de viaje con un futbolista guipuzcoano que no atravesaba un buen momento. Anidaban en sus carnes sentimientos de culpa y fracaso que el entrenador de turno le achacaba cada siete días. Jugaba en Primera y aprovechando un descanso en la competición partimos en su coche camino de Andorra para luego bajar hasta Canet de Mar y terminar tres días más tarde en Port Aventura. Ni en el viaje de ida, ni en la vuelta, pusimos la radio, porque se trataba de hablar y hablar. Las conversaciones desde la confianza son extraordinarias.

En aquella población nos esperaba una amiga del jugador y con ella fuimos a pasar el día a Port Aventura. Del punto de la mañana hasta el atardecer. No había demasiada gente y se podían recorrer los distintos escenarios sin prisa ni agobios. Todo era llevadero hasta que llegamos al “Dragón Khan”. Allí sí que había cola y debimos esperar. Lo primero que me llamó la atención fue la presencia de un hombre con guantes que recogía del suelo todo lo que caía del cielo y que pertenecía a los ciudadanos que hacían uso de la atracción: relojes, carteras, gafas, dentaduras postizas, llaveros, pañuelos…una quincalla en toda regla.

A medida que avanzábamos sentí cada vez más cerca un sudor frío que se mezclaba con la sensación de miedo o pavor. Les aseguré que no montaba, pero la constancia de ellos para que lo hiciera y la necesidad de mostrarme valiente terminaron por decidirme. El señor que recogía los tickets me miró a la cara y al ver la edad y la anchura sugirió que me sentara en la fila del medio, en donde existía un doble protector para cada persona. Una vez ubicado, pasaron por encima dos artilugios a modo de escafandra pectoral que me ahogaban. Debieron pensar que pudiera salir volando.

La primera cuesta arriba se asemejaba a la montaña suiza de Igeldo, pero en la bajada lancé todos los improperios posibles a quien diseño aquel tobogán. Lo que Iñigo Martínez le soltó al árbitro del Nou Camp fue un ¡Jesusito de mi vida! si se compara con las barbaridades que pude gritar. El corto recorrido se hizo eterno a pesar de los pocos segundos de duración. Creí morir. Al pisar tierra se movía el mundo, un torbellino se había instalado en la cabeza y las piernas flojeaban como una gelatina.

Estaba hecho unos zorros. A la salida puedes comprar una fotografía que una cámara te ha sacado y que muestra un rostro desencajado, incoloro y tétrico. Por supuesto, pasé de largo y le hice el mismo caso que al resto de atracciones con riesgo. Mi cuerpo estaba para visitar la escuela americana, comer en el restaurante mexicano y disfrutar del cancán en el salón. Juré que no volvía y he cumplido a rajatabla aquella decisión y todas las similares que conlleven un trajín de semejante calado.

Cuando llega un partido de fútbol de tanta envergadura como el de anoche, salvando las distancias, noto un cosquilleo interior que anuncia situación estelar. Entiendo por eso las emociones de los jóvenes aficionados y de quienes no lo son tanto. Lo mismo que de los técnicos debutantes y de los futbolistas que ni vivieron ni protagonizaron hazañas como las pretéritas. Son situaciones que surgen del esfuerzo y de la capacidad de atacar las conquistas con la convicción de conseguirlas. La Real no salía anoche de favorita, porque el rival dispone de muchos más recursos, pero entre todos ayudamos a crear un clima, cuando menos de ilusión, para protagonizar otra hazaña que permitiera seguir el camino de los sueños.

Todas las historias, concluyan felizmente o no, se escriben sobre un guión. Arrasate modificó el redactado en el partido de ida, volviendo a la tradición del sistema defensivo, aunque en el medio campo dispusiera de más músculo para evitar lo que nadie quería, es decir, encajar un gol que convirtiese la posible remontada en un Everest irreductible. Le concedió a Seferovic minutos de postín para que respondiera en un escenario de primer nivel y volvió a decirle a Gaztañaga que aproveche la oportunidad y demuestre lo que lleva dentro.

Martino, que comprobó  rebelión nada más aproximarse el autocar al estadio, midió los riesgos y decidió que toda la artillería apuntase cañones al frente para disparar con balas de verdad y no de fogueo. No perdió el tiempo en pájaros y flores y puso sobre el césped canelita en rama, es decir, todos menos Alexis cuya plaza ocupó Cesc Fábregas.

 

Como el ambiente fue el de las grandes tardes, a pesar de la hora, las gradas se poblaron de gente entusiasta que mantenía en los platos de la balanza la frialdad de la cabeza y el calor del corazón. El equilibrio duró veintiséis minutos que son los que tardó Messi en adelantar a su equipo aprovechando un error, quizás el único del entramado defensivo que priorizaba el juego del primer tiempo. El tanto conllevaba dos cosas: hacer más difícil el reto de protagonizar la remontada y evitarnos la prórroga y los penaltis.

El balón nos duraba poco en cualquier zona del campo y pese al empuje de la afición y a las ganas de todo, el Barça enfrió el juego y las ilusiones. Tocar y tocar el esférico hasta marearnos, más o menos como aquel día al bajarme del dragón.

 

 

 

Iñaki de Mujika