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Los tres mosqueteros

La radio es posiblemente el medio de comunicación más entrañable y cercano a la ciudadanía. Quizás ahora menos que en tiempos pretéritos cuando las ondas recibían llamadas del oyente en los espacios correspondientes a concursos, club del radioescucha, discos dedicados…en donde el teléfono servía de vehículo para cuantas personas se animaban a participar. Locutores y locutoras daban paso y al otro lado del receptor sonaba una voz que expresaba sus deseos.

Sin embargo, existía un momento glorioso. Llegaba justo en el instante de la despedida: “¿Puedo saludar?”. Entonces al presentador se le formaba un nudo en la garganta porque sabía de sobra, lo digo por experiencia, la que venía. Como debes ser correcto y agradable, la respuesta era inequívoca: “Salude, salude”. Normalmente era una señora quien lo solicitaba y al escuchar la respuesta afirmativa se henchía de gozo: “A mi marido Cosme que me está escuchando, a mi prima Esmeralda y a sus niños Gerardito y Noelia, a Edelmira la vecina del quinto que está malita en el hospital para que se cure pronto, y a todos los oyentes”.

La lista podía alargarse hasta límites insospechados. Una vez cumplido el protocolo lo más importante era despedirle con cariño. Si se te ocurría decir “¿algo más?”, corrías el riesgo de que volviera por donde solía y que impidiera la participación de nuevos oyentes.

Cuento esta historia porque hoy tengo antojo de saludar a tres deportistas que andan por Sochi disputando los JJ.OO de invierno. Paul de la Cuesta e Imanol Rojo debutaron ayer y Lucas Eguibar, antes de viajar, celebraba su cumpleaños en familia. Están allí por méritos propios. Les ha costado una barbaridad llegar. En el camino se han dejado la piel y han luchado con múltiples imponderables, entre ellos la falta de recursos. Más de una vez han debido pagarse de su bolsillo, con el dinero que no tienen, viajes para realizar entrenamientos idóneos y competir contra los mejores. Por eso, mi admiración a estos tres mosqueteros que luchan en disciplinas diferentes y que se han ganado a pulso disfrutar de una experiencia como ésta. ¡Bravo!.

Lo suyo nada tiene que ver con el fútbol, mucho más rutinario y a veces pestoso como suelen decir los ciclistas en su argot cuando la etapa es infumable. La sensación previa del partido de ayer era esa. He visto jugar al Levante en las últimas semanas varias veces y sinceramente no he sido capaz de ver completo ninguno de sus encuentros, salvo el que ganó en Sevilla en el Pizjuán. Caparrós sabe a lo que juega con lo que dispone. Montadito por aquí, montadito por allá y a dentelladas hasta que caiga la pieza si se despista. Así las cosas, sin cautivar, su equipo llegó a Anoeta con pocos goles a favor y pocos goles en contra. Y salvo la catástrofe del Nou Camp en donde encajó siete, el resto muy decoroso le vale para situarse en la mitad de la tabla.

La Real sabía de sobra lo que le esperaba y qué camino seguir para que los puntos se quedaran en casa y el objetivo europeo se consolidara. Estamos en el momento de la definición o de la indefinición según los resultados y en cuanto pase esta semana nos dedicaremos durante un tiempo a jugar un encuentro cada siete días y la presión la tendrán quienes nos persiguen y quienes van por delante. Madurez y paciencia. Eso es lo que hacía falta para romper por algún sitio a un equipo rocoso que se defendió como gato panza arriba para defender el resultado inicial que dio por bueno al final del encuentro.

Injusto, sin duda. La Real trabajó lo indecible para hacer cuando menos un tanto. Lo mereció pero volvió a encontrarse con la tradición y el costarricense Keylor Navas, un D’Artagnan bajo los palos. Sacó el sable las veces que hizo falta y detuvo balones que parecían imposibles. Esa es la garantía con la que el Levante estructura su proyecto cada siete días. Sólidos atrás, organizados en la zona ancha y justitos arriba, a la espera de una oportunidad para matar.

La lista de ocasiones locales fue amplia, como también los desaciertos. No fue ayer tarde la noche de los centros laterales. Ni en jugadas, ni en saques de esquina, ni en faltas, el balón nunca salió bien tocado. No sé si por culpa del viento o porque no era el día, lo cierto es que apenas llegaron pelotas francas a territorio de conflicto. Tampoco salió bien el doble cambio, porque a partir de ese momento el equipo amontonó mucha gente en la misma zona y nos quedamos sin sitio para crear peligro, perdiendo la capacidad que se había ofrecido hasta entonces, más desde la entrada de Vela.

A medida que pasan los minutos y ves correr las manecillas del reloj, suele suceder que la paciencia y la buena lectura del juego se convierten en ansiedad y fallos, circunstancia que facilita el trabajo destructivo del oponente. Al Levante le daba igual la posesión. El objetivo era no sufrir y dejar que el tiempo pasara con el menor sobresalto posible.

El fútbol no premió el esfuerzo ofensivo de los realistas que se preparan ahora para la gran ocasión. Necesitamos mosqueteros sin miedo, capaces de afrontar la misión más difícil en mucho tiempo. Los aficionados y el equipo formarán seguro una gran coalición y desde esa comunión…cualquier cosa buena es posible.

Iñaki de Mujika