Quedan dos finales de fútbol antes que la Eurocopa de Polonia y Ucrania lo invada todo. La primera es continental y otorga el título de la Champions League a quien gane el partido decisivo. La otra, doméstica, que resolverán en litigio Barça y Athletic dentro de una semana en la cita que les espera a orillas del Manzanares.
Pero la inmediata es la que enfrenta al Bayern de Munich y al Chelsea. Han llegado por méritos propios, después de dejar en la estacada al Real Madrid y al Barça respectivamente. Los derrotados contaban con jugar este partido, pero a lo mejor el exceso de confianza, la falta de fortuna y el valor de los rivales influyó más de lo que pensaban.
El escenario grandioso del partido más esperado nos lleva a Munich, sede habitual de uno de los finalistas. Por esa razón, porque juegan en terreno conquistado y con público muy adicto y fiel, los alemanes de Heynckes son favoritos, sobre todo si los delanteros tienen su tarde.
Por unas u otras razones, lesiones y sanciones, al Chelsea le faltan varios titulares y en principio eso es un handicap. Pero las huestes de Di Matteo han superado dificultades precedentes y disponen de una extraordinaria oportunidad de consolidarse entre los grandes de Europa. Dependen mucho de Drogba y de la eficacia del catenaccio que tan buenos resultados les ha dado y que se espera dispongan sobre el césped.
Es una final abierta, aunque los alemanes se muestran sólidos y expertos. Hace un par de años jugaron otra final y la perdieron ante el Inter de Mourinho. Esta vez saben que no pueden ni deben desaprovechar la oportunidad.
Un portugués de apellido Proença tratará de poner orden con el silbato dentro del terreno de juego. Fuera será más difícil porque ambas aficiones a las que gusta la cerveza una barbaridad impregnarán el ambiente del olor característico que se respira en cualquiera de los establecimientos expendedores del líquido y rubio (o negro) elemento. No quiero pensar cómo estará la Hofbräuhaus y alrededores.