un conductor de tren que llevaba a los pasajeros de Santander a Madrid detuvo hace unos días el convoy en la estación palentina de Osorno por razones de índole personal que se refieren al horario de trabajo. No deben excederse del tiempo reglamentario por motivos de seguridad y, como no había relevo, decidió parar y dejar a más de cien pasajeros a buen recaudo. Hubiera sido peor que quedasen abandonados en mitad de un páramo castellano.
No voy a valorar la noticia, pero me sirve para recordar algo parecido que sufrí en propias carnes hace años cuando iba a Las Palmas a transmitir un partido. Salí de Hondarribia con normalidad y llegamos a Barajas sin sobresaltos. El tiempo entre vuelos era suficiente y daba tiempo a enlazar. Dicho y hecho. A la hora prevista estaba en la puerta de embarque. Los desplazamientos a las islas siempre deben tomarse con calma porque suceden cosas. Llegado el momento, allí no aparecía nadie y en la pantalla se instaló la funesta palabra de marras: Delayed (retrasado).
Es entonces cuando comienzas a murmurar por bajines y a intuir que los planes previstos no se podrán cumplir. Dos horas más tarde de lo anunciado, nos llamaron para proceder al embarque. Por fin. En ese avión viajaban mogollón de niños, carros, novios, jubilados, guiris, maletas como baúles. En fin, todo lo necesario para que la maniobra se realizara con inusitada lentitud al mismo tiempo que la adrenalina, mezcla de ira y sofoco, te va llegando a las orejas.
Después de estar todos sentados, cinturones abrochados y leídas las normas de seguridad, el avión abandonó el finger, rodó cien metros sobre la pista de acceso y se detuvo. Sonó la voz del comandante: “Les comunicamos que debemos volver a la terminal, porque la duración del vuelo es superior a nuestro horario. Les deberá llevar otra tripulación. Perdonen las molestias”.
Si en aquel momento llego a tener un cañón, disparo sin posibilidad de equivocarme. Vuelta a la terminal. Es decir que, la llegada prevista en principio para la una del mediodía se produjo a las cinco de la tarde. El taxi condujo a la fiera embravecida hasta el hotel que se ubicaba en la Playa de las Canteras, el de siempre, el de toda la vida. Bajar al hall y a pisar la arena. Necesitaba calmarme.
Una vez que tuve habitación, abrí la maleta, cogí el traje de baño, la toalla y las chancletas. A pasear por la orilla. Hacía bueno, sol radiante. No había demasiada gente. En pocos minutos chapuzón. Estiré la toalla y caí en brazos de Morfeo. Un siestón del diez. Y casi una insolación. Estaba rojo como una gamba cocida, porque había olvidado la crema protectora. Subí a la habitación para cambiarme y salir de compras. Siempre voy a la misma perfumería. La dependienta al verme, entendió que la piel necesitaba una respuesta. Sugirió que usara sin problema una crema de aloe vera, que se vende en botes redondos de tapa verde. Maravillosa. Aún la utilizo para aliviar las quemaduras que se producen cuando fríes unas croquetas y te salta el aceite a las manos. Te untas bien en la zona afectada y como si nada.
No recuerdo el resultado final del encuentro, ni tampoco si la vuelta coincidió con otro retraso monumental, esta vez derivado de la tormenta roja del desierto que llena el cielo de arena cobriza e impide que los aviones despeguen. Estas cosas pasan cuando viajas mucho por los aires. Admiro por eso a un equipo como el canario que cada quince días vive la aventura de un desplazamiento de ida y vuelta.
Esta vez le tocó Anoeta con el magnífico recuerdo de los resultados precedentes de la pasada temporada en la que nos endiñaron unos cuantos caracoles que sirvieron para eliminarnos de Copa, poner el punto y final a la presencia del entrenador inglés y a impedir que el equipo creciera en la última de las confrontaciones. De aquellos duelos, nos fijamos en Willian José, que ahora está entre nosotros.
En esta semana de tres que se inició con la derrota en Villarreal, el encuentro de anoche era de alto voltaje, de exigencia máxima. No ganar aumentaría la zozobra. El míster cambió cuatro del listado del domingo. Uno, por sanción. El resto, por devoción. ¿Rotaciones, refuerzo de la zona ancha, desgaste del oponente?. Nunca se sabe qué da vueltas en la cabeza del entrenador. Sólo vale ganar. Lo conocen todos, aunque a veces hablen de pájaros y flores. Las caras son el espejo del alma y la Real de anoche sonrió por la victoria, por el juego y por los goles y por Willian José, motivado, entregado y acertado.
Encontró la fortuna del primer gol cuando la gente aún no se había sentado y enlazó con el segundo poco después. Penalti de libro, expulsión de Kevin-Prince Boateng y acierto de Vela. Muchas cosas favorables en la misma dirección. Los de Eusebio se vinieron arriba y a los de Quique Setién se les convirtió el encuentro en una misión imposible. Casi de sonrojo, tanto que es probable que necesitaran el bote verde de aloe vera para evitar el sofoco.