El último minuto de gloria oficial con la selección española de balonmano correspondió a David Barrufet, el mítico y legendario portero que cogió para su vitrina de recuerdos el último balón del partido, tras certificar una soberbia victoria sobre Croacia y la medalla de bronce con la que amplia aún más su dilatado historial. Se lo merece. Era su última y grata experiencia. Deja muchos records en el camino que ahora pretenderá mejorar con la defensa de su club de siempre. Le quedan en el Barça dos años de contrato, pero jugará hasta que él decida. Lo tiene claro desde hace mucho tiempo.
Tras el fiasco de los juegos de Atenas hace cuatro años ahora, me dijo sin titubear que deseaba fervientemente llegar a Pekín defendiendo la portería. Que sería en China donde dijera adiós a la selección, pero que allí no se produciría su despedida definitiva. Dicho y hecho con una exactitud asombrosa. La constancia es una de sus virtudes, además de su carácter. Las cosas te las dice siempre mirando de frente. No se achica.
Le conozco antes de que llegaran al mercado el móvil, la crema depilatoria y la radio digital. Es decir, desde hace bastante tiempo. He compartido con él muchos ratos divertidos, formidables. Hemos hablado mucho y de todo. Me ha respetado siempre y ambos sabemos dónde estamos en cada circunstancia. Se dice que cuando dos personas se llevan bien, existe un alto grado de complicidad. Pues, eso. Amigo de sus amigos, líder indiscutible y exigente.
Licenciado en derecho, padre de familia y deportista, David se ha hecho a sí mismo. Autodidacta en muchas cosas, es fiel a personas y proyectos.
El último partido ante Croacia necesitaba un guión con buen final. Después de la decepción de semifinales ante Islandia, era exigible una respuesta mucho más positiva en actitud. Por él. Su partido de cuartos ante Corea ayudó al equipo a disputar las medallas. Su encuentro frente a los nórdicos no fue suficiente, porque la actuación general fue paupérrima. El bronce, el podio restableció la situación ante un rival de peso y ofreció la mejor de las sonrisas de un deportista que se va con la cabeza alta.
Mañana, cuando vuelva, traspasará el umbral de la puerta, besará a sus dos hijos (Noa y Ian) y cenará con su esposa Carmen. Les basta mirarse para hacer más fuerte su relación. Sin tiempo, ni tregua, pisará de nuevo el Palau, recibirá el parabién de sus compañeros y se pondrá nuevamente a la obra, como tantas otras veces, aunque ahora, lleno de bronce.