Un partido importante o decisivo sigue siendo atrayente siempre. Lo ves de distinta manera si tu equipo está directamente implicado, o no. La final de Copa permitió desde la objetividad, desapasionadamente, analizar comportamientos de unos y de otros, el modo de afrontar este tipo de encuentros en los que unos terminan de los nervios y los otros atacados de euforia. Suelo ir bastante más allá del resultado, de las ocasiones perdidas, de las jugadas y de las actuaciones descollantes de los futbolistas que deciden.
Mis ojos apuntan muchas veces a los banquillos, a los comportamientos de los entrenadores que juegan un papel demoledor antes, durante y después de cada cita. A falta de liderazgos sobre el terreno, es a ellos a quienes corresponde muchas veces gobernar ansiedades, ilusiones, sentimientos y todos esos conceptos que no se entrenan pero que juegan. En el Bernabeu se dieron cita dos tendencias bien diferentes. Llegaron dos equipos de Madrid que rivalizan desde tiempo inmemorial y en sus banquillos dos técnicos foráneos: Mourinho y Simeone.
Creo que quien ganó el trofeo lo hizo merecidamente, aunque en el camino se escuchen lamentos de postes y palos. Entregada la copa, saludados unos y otros, el interés, el mío sobremanera, estaba en las comparecencias de los entrenadores. El portugués habló de él, sólo de él y de nada ni nadie más que él. De su fracaso. Peleado con el mundo, o con buena parte del mismo, se limitó a capear el temporal y mostrarse arrogante, despectivo y displicente.
En la otra parte, justo lo contrario. El argentino sólo habló del equipo, del concepto grupal, del alma, del corazón, de los esfuerzos colectivos y de las actitudes. Recordó a las personas que forman parte del club, las que trabajan en la sombra y que son también parte del proyecto que desde hace año y medio le encomendaron. En ese tiempo, tres finales, tres triunfos, tres reconocimientos. No eran los favoritos, pero ganaron. Otra forma de ver y hacer.
Es decir, que los responsables de ambos banquillos juegan a lo mismo, se dedican a lo mismo, pero son diametralmente opuestos. Quizás en la escala pasional hay mucha diferencia entre los dos. El entusiasmo, por encima de todas las cosas. Ahora que nos toca hablar de Sevilla, del partido de anoche, recuerdo que en una de esas terrazas en las que picoteábamos siempre, aparecía una señora vendiendo lotería. Año tras año, siempre la misma. Mayor, con una vieja gabardina de tergal hiciera el tiempo que hiciera. En su mano izquierda una muleta, en la derecha las ristras de décimos. Vociferaba: “El siete, llevo el siete”. A lo largo de la cena comparecería por lo menos media docena de veces. Al final, por machacona insistencia terminábamos comprando el número aunque sólo fuera por quitártela de encima. Conseguido el objetivo, desaparecía. Aquello era constancia.
¿Había pasión en su trabajo, constancia, o necesidad?. Probablemente, un poco de todo. Como en el partido. En los banquillos dos técnicos muy diferentes: Montanier y Emery. Dos estilos, dos niveles de conocimiento, dos formas de interpretar el juego, dos disciplinas, dos actitudes y muy diferente pasión. Los dos necesitaban ganar para acercarse y reforzar sus últimos objetivos. Cada cual leyó el partido como quiso y dispuso una formación con la que desactivar la máquina enemiga y activar la propia desde la convicción. Por eso, muchas cosas del técnico hondarribitarra me gustan mucho. Otras no tanto, sobre todo las que se refieren a lo gestual. Volvemos otra vez al punto de partida, a la necesidad de los preparadores de liderar desde la banda para despertar las actitudes si están dormidas, máxime teniendo en cuenta que los partidos se juegan a las diez de la noche…
Los dos entrenadores llevaban anoche un “siete” entre los números con los que aspiraban a ganar. Navas y Griezmann, dos futbolistas con talento, dañinos. Diferentes en las emociones y distintos en el modo de estimular, pero letales y referentes para sus compañeros. Más pasadores que rematadores, creativos y con futuro por delante. El francés protagonizó los dos primeros tiros cruzados del encuentro antes de que la muy trabajada estrategia de los locales permitiera adelantarse a los andaluces con el gol de Rakitic. Pero, esta vez la Real no se vino a bajo y le dio la vuelta al tanteo. Otra vez con Agirretxe imperial, mucho mejor que Talavante con los vitorinos en Las Ventas. Llegar al descanso con 1-2 abría puertas y recuperaba optimismos.
Duraron hasta el final, porque todo el segundo tiempo fue un tratado de peleas propias y ajenas. El Sevilla remataba todos los balones parados y la Real trataba de encontrar a la contra la sentencia. En el balance nada cambió y el resultado del descanso llegó hasta el final con Illarra exhausto y con los gemelos que dijeron “basta” y es que el mutrikuarra piernas tiene dos y no siete, aunque a veces lo parezca. Su presencia en el equipo se nota tanto como su ausencia. Ayer afortunadamente, el “8” pisó hierba y la Real ganó. No por casualidad. Si aquella señora le hubiera conocido, a esta hora el número anunciado sería otro.