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¡No hay quinto malo…!

Ignoro si los toros te gustan mucho, poco, o nada. Una corrida es un compendio de posibilidades que los aficionados y curiosos eligen para pasar un par de horas. Puedes estar atento al ruedo que es donde se mueven picadores, banderilleros y maestros para lidiar conforme a los cánones previstos, pero siempre todo dependerá del juego que den los morlacos. La otra posibilidad es fijarte en los alrededores, es decir, la música, los capotes, peinetas y mantillas, el olor a Montecristo, paseíllos…Hay gente para todo, pero una buena tarde en la que se alineen todos los astros a favor del espectáculo suele ser difícil.

Cuanto mayor es la expectativa, mayor es la decepción. Se juntan una buena ganadería con tres buenos trencillas. Las gradas se abarrotan a la espera de la jornada redonda e inolvidable. Sale el primero. Ni fu, ni fa. Sale el segundo, tampoco. El tercero tiene un par de pases, pero no conecta. El cuarto se devuelve a corrales porque no da la talla. Es entonces cuando ya se han instalado el desánimo y el desencanto. Se oye un murmullo alrededor del albero. El quinto. Cuenta la tradición, no sé el porqué, que “no hay quinto malo”, que un toro puede salvar la jornada. Todo el mundo mira al portón, atento a la salida de la última esperanza. Puede pasar cualquier cosa. Si sale un toro redondo, el público se conforma aunque el resto del cartel no haya merecido la pena.

El fútbol se parece bastante a esto, porque muchas tardes se anuncian partidos que atraen. Compiten buenos equipos que cuentan con estupendos futbolistas. A veces se añade un poco de tensión porque ambos se juegan mucho. Los medios jaleamos la semana y los aficionados hacen cola en las taquillas. Se vende todo el papel y, como en los casinos, no va más. Si los árbitros no aciertan, si el fútbol es raquítico, si el respetable se enfada, asoman en las gradas centenares de pañuelos blancos, como en los toros, pidiendo metafóricamente la oreja del culpable. Una forma de protestar que va cayendo en desuso.

Algo de todo esto se dio cita anoche en La Coruña. Dos equipos que se jugaban buena parte de los objetivos del año. Los gallegos dependían de ellos mismos para salvarse. Ganar y ya está. No necesitaban mirar a otra parte. Los realistas debían imponerse y esperar si a orillas de La Maestranza había revolcón. No había espacio para los optimismos previos. Era para los dos la jornada más exigente del ejercicio. Capote y muleta para lidiar un enemigo de los que se agazapan, rebufan y te lanzan un derrote en cuanto te descubres. Montanier es como los lidiadores enjutos, parco en pasiones. No se deja llevar por los acontecimientos y torea a distancia de los pitones. Cree en sí mismo y es fiel a lo aprendido en el tiempo. Lució el mejor traje de su armario y dispuso ese equipo que los aficionados se saben de memoria porque es de las grandes tardes.

Fernando Vázquez no duda en arriesgar. Le gusta saltar el burladero y correr detrás de los astados. Es como un novillero que busca el éxito ante las dificultades. Le faltaba Marchena, pero eligió aquello en lo que confiaba. El almeriense Borbalán hacía de presidente y sacó el trapo blanco para que todo iniciara el camino. En estas circunstancias los nervios y la presión juegan un papel fundamental, sobre todo si las cosas se tuercen. Los gallegos se encontraron pronto con todo en contra. Al gol de Griezmann le siguió otro del Celta. El Depor se angustió y miró a todas partes tratando de encontrar un referente, una luz, un faro que le permitiera recuperar su papel y tratar de hacer faena y no dar capotazos.

La Real sabía que en Sevilla las cosas no comenzaban bien para sus intereses, pero los de Emery dieron el revolcón y se pusieron por delante con Negredo formidable, apuntando como nunca a la portería rival. Quienes dudaron de la profesionalidad de los hispalenses y de su técnico se equivocaron y eso les honra. Con los goles subiendo al marcador del Pizjuán crecieron sin quererlo los pálpitos del corazón de la muchachada txuri urdin.

Quedaba un mundo, todo el segundo tiempo, para que las cosas siguieran como estaban o se torcieran. Tocaba aguantar, tratar de mantener la pelota, jugar con cabeza y aprovechar un contraataque que sentenciara. A medida que el encuentro avanzaba parecía muy claro que el Valencia no reaccionaba por lo que todo se iba a resolver en Riazor. Nervios, tensión y enormes dificultades para jugar con frialdad. Para que no faltara de nada, llegó la expulsión de Markel y el manojo de nervios se hizo más grande que uno de claveles reventones.

Hasta que el colegiado no pitó el final nadie respiró. ¡No hay quinto malo, pero el cuarto es mejor!. Pasamos de la Europa League a la Champions como culminación de una temporada extraordinaria que refuerza al consejo que preside Aperribay, a la dirección deportiva que gestiona Loren, al equipo y al cuadro técnico que se despide con esa máxima que habla de la misión cumplida.

¿Cabe más alegría?. Como los toreros de las grandes tardes, dos orejas, rabo, vuelta y puerta grande. Los autocares repletos de seguidores con el corazón latiendo a mil y los sentimientos a flor de piel. Ellos también son grandes.

 

 

Iñaki de Mujika