El Beaterio de Iñaki de Mujika

La crema sabe un poco a rancio

Han pasado veinte años y todos lo recordamos como si fuese ayer. Dentro de lo triste que es rememorar la muerte de Aitor Zabaleta y la forma en la que se produjo, valoro el esfuerzo de quienes han mantenido viva la llama de su pertenencia a la Real. El adalid que desde entonces guía a todos los seguidores. Muchos de los que anoche ocupaban la grada que lleva su nombre ni siquiera habían nacido. Sin embargo, conocen mejor que nadie la historia, la narración de los hechos, la tristeza derivada de los mismos y la rabia contenida por miles de personas que han vivido en paralelo con aquel suceso desde entonces.

Lo más grande son los sentimientos de las personas. Contra eso no hay quien pueda. Las cosas que se llevan dentro nos pertenecen. La diferencia está en el modo de expresarlas. Por eso, en los prolegómenos del encuentro ante el Valladolid, durante el partido y al final del mismo, nadie ocultó su pertenencia a un club que mantiene viva la llama de uno de sus más queridos realzales. Pasará el tiempo, pasaremos nosotros, pasarán las generaciones, pero aquel momento no se olvidará nunca. ¡Indivisa manent! (Lo unido permanece). Podría seguir el relato de sensaciones, pero no iba a mejorar en nada lo mucho que se ha escrito y dicho en los últimos días. Simplemente, deciros que aquel partido en el Vicente Calderón fue el más difícil de mi vida. Transmitirlo resultaba imposible, porque pasé todo el encuentro viendo una cosa y pensando en otra.

La jornada coincidió también con la plausible campaña de recogida de juguetes. ¡Que no le falte un regalo a un niño en estas fechas! Decimos niño y no Valladolid, porque la primera generosidad fue del equipo al rival. Un golazo en la terminación, pero antes una pérdida indefendible. Es decir, que casi desde el principio se nos puso el partido cuesta arriba. Llovía a mares, nos quedamos helados y volvieron a pasear los fantasmas, al socaire del montón de bajas que nos asolan y de las que no voy a escribir porque me aburre. Una, otra, otra y otra que obligan a hacer equilibrios en la cuerda.

Cuando no afectan a la vanguardia, salpican a la zaga o trasponen la medular. Suele suceder que echamos siempre en falta a los ausentes, porque creemos que con ellos las cosas cambiarían. Nos costó un potosí dominar la zona ancha, dos cordilleras de Himalayas llevar peligro, cinco cadenas pirenaicas para crear ocasiones. En suma, un primer tiempo con un pedazo de montaña delante que no éramos capaces de escalar. Mirábamos hacia la cumbre y no veíamos la cúspide. Las sensaciones, camino del vestuario, eran de tristeza, mezclada con sosería y aderezada con enfado, porque perdimos uno y mil balones en la salida del mismo que los pucelanos aprovechaban para salir a la contra o defender sin apuros. Los primeros 45 minutos fueron para ellos más cómodos que el sofá del salón de casa.

Los aficionados merecían otra cosa, tanto por su constante ánimo al equipo como por la reivindicación de la persona a la que recordaban. Se esperaba una salida en tromba, algo así como poner cerco a la ciudadela hasta conquistarla. Dominio, sí; centros laterales, también; remate, nones; goles, ni por el forro. Como la campaña navideña de los regalos no concluyó en el descanso, volvimos al comportamiento generoso y pusimos el segundo en ventaja. Los vallisoletanos celebraban tanta generosidad coral. Cuesta arriba, no. Lo siguiente.

Llegan los cambios y los riesgos. Por fin, en un balón parado, aparece el de siempre para devolver la esperanza perdida. No sé qué nota le pondrá Recalde a Mikel Oyarzabal, pero este chico es de podio permanente. Lo da todo siempre. Se vacía hasta la extenuación y se adorna poco por no decir nada. Quedaba tiempo para la heroicidad. Había que creer en ella y tratar de protagonizarla. El equipo lo intentó por las bandas, puso balones de oro, sacó desde la esquina no sé cuántas veces, pero no entró el segundo ni por aparición mariana. Sandro lo intentó desde todas las posiciones, lanzó varios tomahawks, misiles hacia la meta de Masip, pero ninguno llegó a destino. Les cuesta más marcar un gol que subir al Txindoki. Pasaron los minutos y colorín, colorao, el cuento terminó entre suspiros de decepción y desánimo.

Está todo tan igualado que si enlazas un par de victorias subes como la espuma, pero si capotas, andas renqueante, cojeando y con miedo a patinar. Cometí la torpeza de mirar la clasificación antes del partido. Calculé lo que sucedía si se ganaba. Pasábamos por encima de un montón de equipos. No quise mirar hacia atrás, por si acaso. Al acabar el partido, tampoco. Vamos de petardo en petardo. ¡Qué liga más horrorosa y rara! Esta semana junta de accionistas, números para hacer la ola, estadio camino de terminarse, calma social si el equipo sumara más puntos era como poner la guinda al pastel. Por ahora, la crema un poco rancia.

Iñaki de Mujika